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viernes, 22 de octubre de 2010

Legislativas estadounidenses (II): Las claves electorales

En este contexto, explicado en la entrada de ayer, la hipótesis que los demócratas manejaban antes del verano para enfrentarse a esta cita con las urnas parece ahora demasiado ingenua. El precedente histórico favorito de la actual Administración es la trayectoria de Ronald Reagan: la recesión económica, el repunte del desempleo y el deterioro de la popularidad del presidente siguieron entonces un patrón casi idéntico al actual, coincidiendo el cenit del malestar ciudadano precisamente con las legislativas de 1982. La Casa Blanca parecía la pasada primavera segura de poder mantener este paralelo histórico: los republicanos de Reagan perdieron 26 miembros en la Cámara de representantes y mantuvieron el control del senado. Dentro de estos márgenes, el mazo del speaker seguiría hoy en manos de la californiana Nancy Pelosi.


Ahora, como entonces, los votantes están enfadados pero, ¿con qué están enfadados? La respuesta a esta pregunta determinará en gran medida los resultados electorales el próximo noviembre. Hace un año, las luces rojas se encendieron para los demócratas, cuando Martha Coackley perdió el escaño de Ted Kennedy a manos de un republicano desconocido llamado Scott Brown. A esta derrota en Massachussets se sumaron las victorias republicanas en las elecciones a gobernador de New Jersey y Virginia. Todos estos estados habían votado decididamente por Obama sólo unos pocos meses antes, y el presidente (aún popular entonces) se había involucrado activamente en las campañas electorales. ¿Qué estaba ocurriendo?


La respuesta con la que los aturdidos demócratas trataron de tranquilizarse fue que la ciudadanía estaba enfadada con los cargos electos. Se trataba de golpear al status quo, al partido en el poder. Dos ciclos electorales exitosos habían puesto en sus manos casi todos los distritos electoralmente competitivos, así como la gobernación y la mayor parte de las legislaturas estatales; tras la reciente debacle republicana, les tocaba retroceder simplemente por ser quienes más tenían que perder. No obstante, las encuestas han ido dibujando una realidad mucho menos amable para el partido que actualmente controla todos los mármoles en Washington. Si de verdad se tratara de una simple bofetada al stablishment, esta debería haber afectado también a algunas poltronas republicanas, y los demócratas podrían al menos limitar su retroceso con un puñado de victorias.


No parece el caso. En Texas, el republicano Rick Perry (el gobernador que más tiempo ha detentado el cargo en la historia del estado y quintaesencia del insider político) tiene una ventaja clara sobre su rival demócrata Bill White; mientras, al demócrata californiano Jerry Brown le cuesta consolidar su posición en las encuestas a pesar de los desastrosos ocho años del governator Schwarzenegger, y lo mismo pasa con la candidata Alex Sink en Florida, aunque los republicanos llevan ya doce años consecutivos ocupando el sillón del gobernador. Estas son las magras esperanzas de consuelo para un partido demócrata que se prepara para perder gobernadores en Pennsylvania, Wisconsin, Nuevo México, Michigan, Iowa y Maine. Oregón, Minessota, Ohio e Illinois también están en peligro; y todos estos Estados le dieron la victoria a Obama hace sólo dos años, la mayoría por amplio margen.


La síntesis de la situación de las elecciones al Congreso es aún más elocuente: ningún senador conservador está en peligro este año, y sólo 2 de los 178 escaños republicanos de la Cámara de Representantes (uno por Delaware y otro por Louisiana) parecen susceptibles de cambiar de manos. Es obvio que el enfado de los votantes con los actuales cargos electos no se reparte proporcionalmente por todo el espectro ideológico.


Esto nos lleva a la segunda hipótesis: esta angustia no salpica por igual a todos, se centra en las cabezas visibles de un stablishment que no ha sabido tomar las medidas necesarias para atajar la crisis y ha impulsado leyes impopulares: Obama, Nancy Pelosi y Harry Reid, el líder de la mayoría demócrata en el Senado (cuya lucha por la supervivencia en Nevada contra la radical tea partier Sharron Angle es, por cierto, uno de los capítulos con más morbo político de estas elecciones). Los candidatos demócratas que ponen sus esperanzas de reelección en esta suposición no sólo han evitado las fotografías con sus propios jefes de filas, sino que airean spots publicitarios donde les critican abiertamente.


Si esta fuera la estrategia correcta, los blue dogs (demócratas conservadores que tratan de sobrevivir en distritos republicanos, en los que vencieron impulsados por la ola anti-Bush de los últimos años) que se opusieron desde el principio al mainstream de su partido votando en contra de los proyectos del presidente, deberían tener unas perspectivas mucho más halagüeñas. Tampoco parece el caso. Es más, el congresista Tom Perriello se ha convertido en la curiosa excepción. Demócrata elegido en 2008 por un distrito rural conservador de Virginia, no sólo ha apoyado la agenda legislativa de Obama, sino que ha decidido defenderla orgullosamente en campaña. El resultado: a pesar de tener pocas posibilidades de ser reelegido (las últimas encuestas le otorgan un 44% de intención de voto, un punto por detrás de su rival), es el mejor posicionado de entre todos los candidatos en una situación similar a la suya.


¿Qué demonios está ocurriendo entonces? Cada vez parece más probable una temible tercera opción, de la que la Casa Blanca no quiere ni oír hablar. Lo que se está gestando no sería una reacción en contra del status quo, ni una bofetada a quienes han promovido unas reformas impopulares; sería una reacción conservadora y antiprogresista generalizada. Todo lo anterior: la crisis económica, el enfado con los cargos electos o la impopularidad de las reformas, no serían más que los ingredientes de una tormenta política perfecta alentada y dirigida desde los medios conservadores (el locutor Rush Limbaugh, Glenn Beck, Fox News) contra todo lo que huela a demócrata.


En este contexto da igual cualquier estrategia de campaña o el sentido de los votos emitidos por los congresistas: una estampida de votantes conservadores electrizados, convertidos en una bestia ciega, no van a hacer distingos y tratarán de tumbar cualquier cosa con una mínima relación con la actual Administración. La apatía del electorado progresista, que no entiende que las reformas son una apuesta a largo plazo, puede hacer el resto.


Aunque ninguno de estos escenarios es excluyente, es probable que el número de bajas demócratas dependa en gran medida de la forma en la que estos factores se combinen a la hora de llevar a los electores a las urnas. En el caso de que la última hipótesis sea la más determinante, no podemos descartar que se cumplan los pronósticos de algunos analistas como Michael Barone o el controvertido Dick Morris, que están hablando de hasta un centenar de congresistas demócratas que podrían ser derrotados en noviembre. En un artículo del pasado 27 de septiembre, Morris señalaba que más de 70 congresistas demócratas están ahora mismo por detrás de sus contrincantes en las encuestas, y que 19 más se encuentran por debajo del listón del 50% de intención de voto. Se considera que un congresista, aunque en principio supere ampliamente a su rival, tiene problemas para optar a la reelección cuando está por debajo del 50%, ya que la mayoría de indecisos suelen decantarse masivamente por el challenger el día de las elecciones. Otros señalan que la distancia se reducirá a medida que los votantes demócratas se decidan a depositar su papeleta. La gran volatilidad de las encuestas aún deja margen para la esperanza a los demócratas, pero si las cosas no mejoran podemos estar ante la reedición de los grandes tsunamis de 1938 o 1894; ambos motivados por fuertes recesiones económicas, por cierto.


Cabe insistir en que, más que la pérdida de capacidad de actuación legislativa del presidente (algo que se deba por descontado, incluso conservando ambas cámaras), lo preocupante de estas elecciones es la influencia que pueden tener en la orientación ideológica del partido republicano en el futuro. Pero ese es un tema que merece un análisis más profundo.


Dion Baillargeon

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