Estamos a poco más de un día del inicio de la campaña electoral. No viene de más recordar lo que significa el acto de elecciones y la democracia.
No somos ya siervos, no somos ya súbditos. En este país muchos han luchado por conservar el derecho a ser considerados y reconocidos ciudadanos; mucha sangre vertida por luchas, odios y viejos rencores.
Mucha gente se aparta de la política. Es un tabú, un foco de discusión, de sentimientos viscerales y siembra de rencores. Los políticos son perversos, maquiavélicos, ambiciosos, carentes de escrúpulos, mentirosos, corruptos… etcétera etcétera. Eso, achacado a todos los políticos. Algunos lo dicen, pero esos algunos hablan desde el estereotipo y la información inexistente.
Porque nosotros, como ciudadanos, no solo existimos a la hora de pagar impuestos o emitir el voto. Somos, como colectivo unido, la soberanía nacional, el poder supremo. Como tal, ejercemos nuestra opinión, crítica y protesta ante los actos de nuestros representantes elegidos, que son, no lo olvidemos, quienes detentan el poder efectivo.
Pero esos representantes no dejan de ser eso, representantes elegidos. No están ahí por obra de la gracia divina, nacimiento o sorteo. Emanan de la voluntad popular, y, lo que se puede dar, también se puede quitar.
Detrás de muchos ellos siempre hay una gran masa de personas, ya sea desde los asesores hasta los militantes de los partidos. Todos son gente en su casi unánime mayoría personas humildes y honradas, con ideas firmes y sinceras, que trabajan por construir un proyecto positivo, sea cual sea su ideología.
El político es, ante todo, una persona, y como tal es víctima de los mismos defectos y virtudes que el resto de los mortales. No es un dios, no es un ser todopoderoso, no lo sabe todo ni conseguirá arreglarlo todo. Podemos creer o no en su palabra, podemos dejarnos guiar ciegos o hacerlo desde la sensatez, podemos darles una total confianza o una valoración crítica.
No somos borregos, no somos una masa ignorante. El ser humano siente muy en lo profundo de su ser la necesidad de creer en algo, un sentimiento cuasirreligioso, tener la fe en algo, pase lo que pase. Muchos sienten esto hacia muchas ideologías, pero en ideologías no hay dogmas de fe. No tenemos que creer a nadie ciegamente, simplemente tener presente las limitaciones que le son impuestas a todo ser humano y que la realidad condiciona mucho nuestras aspiraciones y actos.
De ello es necesario participar. Participar siempre. La democracia participativa es la aspiración del socialismo. Socializar los medios de producción es un término que se va quedando obsoleto. La socialización de la democracia, la extensión de las responsabilidades y decisiones del poder es la nueva aspiración. El poder participativo local, el control ciudadano, la elaboración de normas rígidas de rendición de cuentas. La mejora, en fin, del sistema actual a uno mejor.
No participar es la muerte de la democracia. La democracia no es un sistema rígido y fuerte, no es una vieja autocracia, no es un sistema totalitario, basado su poder a base del terrorismo de Estado. La democracia se asienta sobre el poder ciudadano, si pierde ese apoyo, la democracia muere a favor del sistema totalitario. Ejemplos la historia nos los ha dado, bastantes dramáticos, por cierto.
El descontento al sistema tiene su opción del voto el blanco: se participa, se expresa la crítica. Que muchos lean “Ensayo sobre la lucidez” de José Saramago, y lo comprendan.
La espalda a la democracia de quienes no quieren participar, no importará mucho para ellos, porque el día que se deje de votar, no pasará nada, porque no habrá más elecciones. No habrá más elecciones, más voluntad popular, más soberanía nacional, más libertades ni más derechos. La democracia habrá sido asesinada para investir con el poder absoluto a un nuevo Hitler.
No somos ya siervos, no somos ya súbditos. En este país muchos han luchado por conservar el derecho a ser considerados y reconocidos ciudadanos; mucha sangre vertida por luchas, odios y viejos rencores.
Mucha gente se aparta de la política. Es un tabú, un foco de discusión, de sentimientos viscerales y siembra de rencores. Los políticos son perversos, maquiavélicos, ambiciosos, carentes de escrúpulos, mentirosos, corruptos… etcétera etcétera. Eso, achacado a todos los políticos. Algunos lo dicen, pero esos algunos hablan desde el estereotipo y la información inexistente.
Porque nosotros, como ciudadanos, no solo existimos a la hora de pagar impuestos o emitir el voto. Somos, como colectivo unido, la soberanía nacional, el poder supremo. Como tal, ejercemos nuestra opinión, crítica y protesta ante los actos de nuestros representantes elegidos, que son, no lo olvidemos, quienes detentan el poder efectivo.
Pero esos representantes no dejan de ser eso, representantes elegidos. No están ahí por obra de la gracia divina, nacimiento o sorteo. Emanan de la voluntad popular, y, lo que se puede dar, también se puede quitar.
Detrás de muchos ellos siempre hay una gran masa de personas, ya sea desde los asesores hasta los militantes de los partidos. Todos son gente en su casi unánime mayoría personas humildes y honradas, con ideas firmes y sinceras, que trabajan por construir un proyecto positivo, sea cual sea su ideología.
El político es, ante todo, una persona, y como tal es víctima de los mismos defectos y virtudes que el resto de los mortales. No es un dios, no es un ser todopoderoso, no lo sabe todo ni conseguirá arreglarlo todo. Podemos creer o no en su palabra, podemos dejarnos guiar ciegos o hacerlo desde la sensatez, podemos darles una total confianza o una valoración crítica.
No somos borregos, no somos una masa ignorante. El ser humano siente muy en lo profundo de su ser la necesidad de creer en algo, un sentimiento cuasirreligioso, tener la fe en algo, pase lo que pase. Muchos sienten esto hacia muchas ideologías, pero en ideologías no hay dogmas de fe. No tenemos que creer a nadie ciegamente, simplemente tener presente las limitaciones que le son impuestas a todo ser humano y que la realidad condiciona mucho nuestras aspiraciones y actos.
De ello es necesario participar. Participar siempre. La democracia participativa es la aspiración del socialismo. Socializar los medios de producción es un término que se va quedando obsoleto. La socialización de la democracia, la extensión de las responsabilidades y decisiones del poder es la nueva aspiración. El poder participativo local, el control ciudadano, la elaboración de normas rígidas de rendición de cuentas. La mejora, en fin, del sistema actual a uno mejor.
No participar es la muerte de la democracia. La democracia no es un sistema rígido y fuerte, no es una vieja autocracia, no es un sistema totalitario, basado su poder a base del terrorismo de Estado. La democracia se asienta sobre el poder ciudadano, si pierde ese apoyo, la democracia muere a favor del sistema totalitario. Ejemplos la historia nos los ha dado, bastantes dramáticos, por cierto.
El descontento al sistema tiene su opción del voto el blanco: se participa, se expresa la crítica. Que muchos lean “Ensayo sobre la lucidez” de José Saramago, y lo comprendan.
La espalda a la democracia de quienes no quieren participar, no importará mucho para ellos, porque el día que se deje de votar, no pasará nada, porque no habrá más elecciones. No habrá más elecciones, más voluntad popular, más soberanía nacional, más libertades ni más derechos. La democracia habrá sido asesinada para investir con el poder absoluto a un nuevo Hitler.
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