España ha cambiado mucho desde 1978. La sociedad, las formas de pensar, el problema militar, el terrorista, las relaciones con Europa… España ha dado un giro sorprendente. El modelo autonómico vino a satisfacer las reclamaciones nacionalistas: el autogobierno. Por ende, también se extendió por el resto del país. ¿Esto ha sido bueno? Sí. La gestión más próxima tiene que estar lo más cerca posible del ciudadano, no sólo para ofrecer una buena administración y ayuda, sino para ejercer un mayor control. Creo que el modelo de descentralización no debe ser sólo al campo regional, sino traspasar a lo local, llegar hasta la democracia más participativa posible.
Esto tiene que ir con un planteamiento básico: se descentraliza para ayudar al ciudadano, no se descentraliza por un territorio. El ciudadano es la piedra angular del sistema, no las regiones. Cuanto más feliz sea un ciudadano, cuanto mejor pueda vivir y cuantas más de sus derechos se vean garantizados y perfectamente ejercidos, mejor será para la nación, el territorio o la localidad.
Las reformas estatutarias emprendidas con la caída de la derecha del poder tienen dos intenciones: una, reestructurarse frente a los nuevos retos transcurridos esos 30 años de cambios en la sociedad; dos, volver a intentar contener las exigencias del nacionalismo. Cuando ha llegado el momento de que la ciudadanía se pronuncie a las reformas, en el caso catalán votó menos de la mitad del electorado. ¿Era pues, un tema relevante para la sociedad? Recordemos en una sociedad partida a la mitad, no ya sólo izquierda-derecha, sino nacionalismo-no nacionalismo, donde algo que, supuestamente, debería tener relevancia para la "nación catalana", no la tiene. ¿En verdad es, pues, tan importante el nacionalismo? ¿No será que los ciudadanos dijeron simplemente: "trabajad y dejadnos en paz con vuestras discusiones sin sentido"?
Voy a emplear la historia de España liberal para referirme al Senado. Históricamente el Senado ha sido siempre una cámara conservadora, como en el resto de los Estados liberales. Los regímenes más radicales, los que más se propusieron avanzar, los más progresistas, como las Cortes de Cádiz o la II República, no tenían cámara alta. El Senado es un estorbo. En el régimen actual el Senado tiene menos poder que el Congreso, el Congreso siempre tiene la última palabra, ya lo hemos podido ver en estas últimas legislaturas con los Presupuestos. Hay que estar agradecidos que esto no sea Italia, con dos cámaras de iguales poderes, causante de caídas de gobiernos. Pero, ¿para qué queremos un Senado que no sirva para nada? Está la otra propuesta, que sea la cámara de representación territorial, recogido además en la Constitución. En el Parlamento no se tienen que representar ni estamentos ni territorios, como las cortes medievales, en el Parlamento se haya representada la soberanía nacional, que reside en el pueblo. El Senado no tiene cabida, debe dejar de existir.
En el nacionalismo tenemos que hacer una distinción: hay ciudadanos que se sienten nacionalistas, y hay políticos que hacen negocio y se mantienen en el poder a base de explotar ese sentimiento. Es palpable que el nacionalismo surge por la existencia de unas diferencias- económicas, sociales, culturales- con el resto del país, y mucho más cuando se trata de regiones más adelantadas (Quebec, Lombardía, Cataluña, Euskadi, Flandes…). El nacionalismo se le combate mejor con la palabra, con la democracia: el nacionalismo se mantiene a base de un discurso de mentiras, de egoísmo y diferencia frente al otro, y hay que desmontar esas tesis. Ante las propuestas de consultas, yo quiero seguir el ejemplo del Partido Laborista escocés. No es un partido secesionista, pero quiere que se haga la consulta para que los independentistas sean derrotados y privarles de su discurso identitario. Lo mismo tenemos que hacer: si se quieren promover consultas, que se hagan, que se marquen criterios de más allá de la mitad más uno, tanto en votos como participación, porque si pasa lo mismo que en las consultas de los estatutos catalán y andaluz, es que esos temas les importan bien poco a la ciudadanía. Una vez pasados esos trámites, derrotadas las posturas soberanistas, esos gobiernos nacionalistas o se dotan de un nuevo discurso, de un verdadero programa de gobierno, o serán los ciudadanos quienes determinen quién gobierne. Lo que sí es cierto es que hay una autodeterminación: la ciudadanía vasca, española, europea, puede expresarse libremente, por multitud de canales, como el voto, para hacer mostrar su opinión de las cosas. Autodeterminación podría ser perfectamente acabar con 28 años de clientelismo peneuvista.
Es necesario un nuevo contrato social. Hay que redefinir el Estado, actualizarse a los nuevos desafíos de la sociedad, avanzar a la democracia más cercana al ciudadano. Y de una vez por todas, dar una patada a los que zancadillean este camino: el capitalismo, la violencia terrorista y los personalismos.
El nuevo contrato social debe ser de la voluntad mayoritaria, lo más amplia posible, de la ciudadanía, en un pacto histórico. Siguiendo a Rousseau, la voluntad general es soberana, es absoluta, todo lo puede. Los viejos modelos tuvieron su acierto en su momento, pero todo tiene un desarrollo, todo acaba por morirse. La monarquía no tiene ninguna consistencia racional en mantenerse en un país que debe ser democrático desde la copa hasta la raíz, luego ese contrato social debe eliminar esos vestigios del pasado. La igualdad real de todos los ciudadanos debe ser un objetivo a conseguir, el nuevo contrato social tendrá que establecer un Estado democrático garantista, y a la vez animador del desarrollo individual. La solidaridad entre los diversos territorios es una garantía más al desarrollo en conjunto de la sociedad y de esa igualdad mencionada: no son solidarios los territorios, lo deben ser los ciudadanos. Ese contrato social está hecho entre los ciudadanos, como voluntad de convivencia y búsqueda del bien común, no entre diversos territorios. La nación que se configure es la nación política, la voluntad de unos ciudadanos de convivir juntos, no tiene una personalidad propia, ni se basa en diferencias culturas, lingüísticas o históricas. La Revolución francesa nos enseñó que la nación que proyectó Sieyès en ¿Qué es el Tercer Estado? es una nación de integración, que no está anclada a la historia del feudalismo y del absolutismo para configurar un nuevo marco político.
¿Qué pensamos al hablar de la nación? Pienso en una historia, en unas características en las cuales nos reconocemos, en un territorio, sí, pero también que esa nación está integrada por infinidad de personas que cada día luchan por sobrevivir, unos necesitados de mayor esfuerzo que otros, que necesitan de una mano tendida. El mejor patriotismo será todo aquello que contribuya a mejorar el bienestar de los ciudadanos y la riqueza nacional. Esto para España, pero también se puede extrapolar a Europa, y, con el tiempo, al mundo.
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