El liberalismo se planteó siempre reducir el papel del Estado, pero una curiosa paradoja fue que nunca como los siglos de la contemporaneidad el Estado ha sido más fuerte, más absoluto y más sólido. El totalitarismo fascista o soviético vino a incorporar un nivel más en el dominio del poder sobre la sociedad.
El extremo dominio de este poder no es fruto del capricho, crueldad o ideología de la élite dirigente, sino la lógica a la que tiende todo poder, como expliqué en el post anterior. Y este poder totalitario es un poder desatado. La existencia de oposición y control es una molestia indispensable en un sistema liberal democrático. Cuando se enarbola la causa de la construcción de una nueva sociedad, este requisito carece de fundamento. Esto lo entendieron muy bien dictadores de ideologías tan dispares, o no, como Stalin o Hitler. La oposición o el control no sólo pueden venir de otros partidos o de organismos del Estado, sino también del partido único mismo. Sin eso no se puede comprender la noche de los cuchillos largos contra las SA o las purgas estalinistas. Éstas, concretamente, no sólo hicieron desaparecer a pueblos enteros o la minoría de opositores fuera del PCUS, sino a toda la vieja guardia bolchevique, para sustituirla por una burocracia de partido más afín a Stalin que a los ideales del comunismo.
El éxito fue rotundo, nunca antes un poder había sido tan despiadado y efectivo por asegurar su base y supervivencia. Y lo más importante: habían conseguido su objetivo, la sociedad estaba totalmente en sus manos; las masas apoyaban, sin reservas, por miedo o por silencio cómplice a las dictaduras totalitarias. ¿Cómo si no millones de italianos, alemanes, soviéticos o franceses apoyaron a sus respectivos regímenes u ocupaciones, caso de Francia? La democracia es el mejor sistema, pero no el único sistema.
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