La agresión a Berlusconi no es sino la caracterización más violenta del desgarramiento que produce Il Ducetto en la sociedad italiana. Lejos de disminuir, no hará sino hacerse cada vez más grande. Ha sido la mejor excusa que se le ha podido dar al primer ministro italiano para continuar sus ataques contra la otra mitad de los italianos, contra la democracia de la República Italiana y contra la libertad.
¿Qué hemos sentido? Sin duda una parte no hemos sentido pena por él, es terrible, pero las malas personas no merecen nada; otra parte ha sentido un odio irrefrenable contra Massimo Tartaglia, su agresor, y por extensión a la izquierda socio política, a la que se le echará la culpa, como ya ha ocurrido con la agresión a Hermann Tertsch.
Si el incendio del Reichstag fue la excusa de Hitler para construir su dictadura nacionalsocialista, y el escándalo Matteoti la de Mussolini para la suya, Tartaglia es la de este nuevo esperpento mediático.
La democracia está degenerando tanto que ya no es posible liberarse de los malos políticos por la fuerza de los votos y del sentido común, sino que hay que recurrir a estamparles réplicas del Duomo de Milán para intentarlo. La democracia muere donde nace la violencia, y no es Tartaglia quien, con su acto, la mata, sino Berlusconi.
Berlusconi está contento. Sin dientes, pero contento: ha conseguido lo que quería.
¿Qué hemos sentido? Sin duda una parte no hemos sentido pena por él, es terrible, pero las malas personas no merecen nada; otra parte ha sentido un odio irrefrenable contra Massimo Tartaglia, su agresor, y por extensión a la izquierda socio política, a la que se le echará la culpa, como ya ha ocurrido con la agresión a Hermann Tertsch.
Si el incendio del Reichstag fue la excusa de Hitler para construir su dictadura nacionalsocialista, y el escándalo Matteoti la de Mussolini para la suya, Tartaglia es la de este nuevo esperpento mediático.
La democracia está degenerando tanto que ya no es posible liberarse de los malos políticos por la fuerza de los votos y del sentido común, sino que hay que recurrir a estamparles réplicas del Duomo de Milán para intentarlo. La democracia muere donde nace la violencia, y no es Tartaglia quien, con su acto, la mata, sino Berlusconi.
Berlusconi está contento. Sin dientes, pero contento: ha conseguido lo que quería.
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