Interpretar los resultados de las elecciones legislativas del pasado 2 de noviembre es una tarea ardua. Requiere de una lectura profunda y cargada de matices que no siempre se adecua al apetito periodístico por titulares rotundos y llamativos. Tal es la magnitud del proceso electoral estadounidense que dos semanas después de cerradas las urnas aún quedan pendientes algunos resultados en distritos especialmente competitivos: el escaño al senado por Alaska, la gobernatura de Minnesota y siete escaños a la Cámara de Representantes.
Sin embargo, en un esfuerzo de síntesis podemos destacar dos cosas. Primero, los Republicanos han reconquistado la Cámara de Representantes. Su victoria es rotunda y representa un varapalo innegable para Obama, pero no es inédita ni tan catastrófica como algunos llegaron a pensar. El Grand Old Party les ha sacado entre 7 y 8 puntos a los demócratas y contará seguramente con 64 representantes más en el Capitolio a partir del próximo enero; una victoria apenas mayor que la de 1994 o 1946 que convierte en speaker al republicano John Boehner.
Pero algo ha pasado en el Senado que va en contra de la tradición electoral americana, en la que normalmente ambas cámaras cambian simultáneamente de manos: el Tea Party venía con un sobre de azúcar para los demócratas. El veterano senador Harry Reid no sólo ha sido reelegido contra pronóstico en Nevada, sino que ha sorprendido el cómodo margen de casi 6 puntos con el que se ha impuesto a la tea partier Sharron Angle en una de las contiendas electorales más significativas y encarnizadas de este año. Lo mismo ha sucedido en Colorado, donde las negras perspectivas electorales del senador Michael Bennet resucitaron gracias a un contrincante excesivamente radical auspiciado por el Tea Party. Bennet vuelve a la bancada demócrata del Senado por la mínima. Por otra parte, los medios le han dado excesivo bombo a la derrota de la pintoresca candidata del Tea Party Christine O’Donell, arrollada por el candidato demócrata en Delaware. Su derrota se daba por segura desde hace tanto tiempo que muchos han olvidado que antes de que la tea partier ganara las primarias republicanas para competir por el escaño que ocupó el actual vicepresidente Joe Biden durante 36 años, las encuestas decían que el moderado Mike Castle (el candidato republicano oficial) iba a conseguir la victoria con facilidad. Por último, quién sabe hasta dónde le deben los demócratas su estrecha victoria en Washington al fragor mediático de los conservadores estos últimos meses.
En conclusión: los demócratas han conservado el Senado gracias al Tea Party. Los medios de comunicación han vendido las elecciones como las de la cristalización de este movimiento ultraconservador y han querido ver en los resultados una gran victoria para los radicales. “El tea party desembarca en Washington” podía leerse en grandes titulares. Pero la victoria de los tea partiers fue hace tiempo ya, en las primarias; este noviembre, la radicalización de las candidaturas republicanas en realidad ha perjudicado las expectativas del partido en las urnas. Aunque en conjunto los republicanos han ganado de forma rotunda, lo han hecho a pesar del Tea Party. ¡Y aún hay más! Los candidatos más exitosos del Tea Party, como Marco Rubio o Rand Paul, han triunfado en lugares donde los republicanos hubieran arrasado de todos modos y con cualquier candidato. Se han hecho con escaños previamente ocupados por republicanos, por lo que no suman nuevas fuerzas a la bancada conservadora. Los tres aspirantes del Tea Party que se enfrentaban a senadores demócratas en estados realmente competitivos han sido todos ellos derrotados. En la Cámara de representantes, la victoria republicana se ha basado en barrer a los demócratas de los distritos donde se impusieron por la mínima en 2006 y 2008. Además, de las 64 bajas en las filas demócratas, 28 son Blue Dogs: demócratas puntualmente electos en distritos muy conservadores. Casi la mitad. Este hecho, sumado a que los congresistas están menos expuestos que los senadores al escrutinio público, explica también la mayor presencia del Tea Party en la cámara baja.
La historia del escaño al senado de Alaska merece una mención aparte. Después de perder las primarias contra un candidato apoyado por Sarah Palin, la senadora republicana en el cargo decidió concurrir a la reelección en la categoría de write-in. Es decir, como candidato cuyo nombre no aparece en la papeleta y debe ser escrito por el votante. Muy pocas veces es posible ganar en estas condiciones: la última fue en 1954. Por si fuera poco, la senadora tiene la desgracia de apellidarse Murkowski, nada menos. Pues bien, a pesar de la división del voto republicano y a las artimañas del candidato tea partier para invalidar las papeletas en las que el apellido de la senadora esté mal escrito (aunque sea clara la intención del votante), Murkowski parece que va a sobreponerse a las dificultades y a derrotar a su rival del Tea Party, humillando así a Sarah Palin en su propio estado.
Y a pesar de todo, persiste un extraño consenso a la hora de ver en estas elecciones un triunfo del Tea Party. ¿Por qué? Por una parte, la extraordinaria movilización de la base más conservadora en reacción a las políticas progresistas de Obama ha sido empleada en el seno de los republicanos por una generación de políticos jóvenes para desplazar a antiguas vacas sagradas en las primarias y llegar luego al poder aprovechando un ciclo electoral favorable en general; el ala dura de Karl Rove, una vez agotado el conservadurismo compasivo de los años de Bush y después de perder la nominación de
¿Y los medios de comunicación? Sospecho que los periodistas ven un mejor titular en el supuesto triunfo del Tea Party que en las complejas matizaciones que requiere el análisis electoral. Lo pintoresco vende periódicos. En cuanto a la prensa española, en política suele contentarse con repetir los mensajes de la norteamericana, sin ningún tipo de análisis crítico o independiente. Eso cuando no se limita a ofrecernos burdas traducciones. Esta curiosa colusión entre republicanos, demócratas y periodistas ha creado un consenso perverso sobre la supuesta radicalización de la sociedad y de la política. Todos quieren su sorbo de té; todos esperan sacar tajada.
Por último, no puedo dejar en el tintero un comentario sobre las prematuras especulaciones sobre la derrota de Obama en 2012. Resulta que Truman, Eisenhower y Clinton también perdieron el control del Congreso en sus primeras legislativas. Reagan sufrió un severo correctivo. Todos ellos resultaron reelegidos. Por el contrario, Jimmy Carter y George Bush padre disfrutaron de unas midterms razonablemente exitosas, y dos años después fueron derrotados en las urnas. Las legislativas son históricamente un muy mal indicador de cara a las siguientes presidenciales.
Es cierto que este Congreso le va a hacer más difícil la vida a Obama, pero la situación iba a ser complicada de todos modos. El presidente verá frenada su agenda legislativa en 2011, algo que ya sabía antes de tomar posesión del cargo e inevitable aunque hubiera salvado sus mayorías. Negociar los presupuestos va a ser más duro, y en el peor de los casos se especula con un shutdown gubernamental: la suspensión de servicios no esenciales si el año fiscal acaba sin un nuevo presupuesto. Los comités quedarán en manos republicanas, y la cámara vigilará más de cerca a la Casa Blanca. Lo habitual. Todo eso es sólo la espuma de la historia. Lo importante es entender las sutiles corrientes de fondo que se ocultan bajo el ensordecedor oleaje de la superficie.
Dion Baillargeon
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