Las diputaciones provinciales, según el artículo 141.2 de la Constitución, se encargan del "gobierno y la administración autónoma de las provincias". Según el artículo 36 de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local de1985, son competencia de las diputaciones, de forma resumida:
1) Coordinación de los servicios municipales entre sí
2) Asistencia y cooperación jurídica, económica y técnica de los municipios, con especial atención a los de menor capacidad económica y de gestión.
3) Prestación de servicios públicos de carácter supramunicipal y supracomarcal
4) Cooperación en el fomento de desarrollo económico y social de la provincia
Con la crisis económica, y la subsiguiente necesidad del Estado por recortar gastos, han surgido diversas voces pidiendo la supresión de las diputaciones provinciales, voces que van desde los partidos, como IU, UPyD o el BNG, personajes públicos como Felipe González o las redes sociales, entre las que mencionaría el blog Geografía Subjetiva por su argumentación.
Las diputaciones provinciales se consolidaron a raíz de la reforma administrativa y provincial de Javier de Burgos en 1836 y, un poco antes, estaban reflejadas en la Constitución de 1812, en sus artículos 324 a 337, con la intención de distribuir las contribuciones entre los municipios, realizar el censo, examinar las cuentas municipales, proponer obras públicas al gobierno de la nación, promover el progreso económico y social, entre otras competencias. Estos nuevos órganos de gobierno eran influencia directa de la revolución francesa y la creación de los departamentos y, por extensión, de los intentos de la monarquía de José I en España por racionalizar la administración del país. Con el tiempo, la diputación devino en un órgano de control del territorio por el nuevo Estado centralizado, un control no sólo territorial sino político, con la labor de "fabricar" las elecciones para el gobierno de turno mediante el fraude electoral.
Hoy, desprovistas de esas malas artes, las diputaciones se encuentran marginadas. No les falta razón a aquellos que argumentan que las diputaciones se han convertido en un órgano más de reparto de cargos, influencias, subvenciones y contratos, así como de su escasa o nula presencia mediática. Por añadidura, situada en un nivel intermedio entre un poder municipal que no obtiene o no puede obtener todas las competencias que desearía y un poder autonómico que adquiere cada vez más competencias y más presencia pública, la diputación se ha convertido en el paria de la administración territorial del Estado.
Lejos de los discursos nacionalistas, regionalistas o de otra índole, hay que hacer una valoración objetiva de las diputaciones y del contexto en el cual se encuadran. Partiendo de la base de que más eficiente es la administración cuanto más cercana se halla del ciudadano, las diputaciones son, de hecho o potencialmente, órganos esenciales, especialmente para los municipios menos poblados. Hay que considerar la desigual distribución de la población española, desde provincias muy pobladas como Madrid (805 hab/km2) a muy despobladas como Teruel (9,91 hab/km2), teniendo en cuenta que la superficie de Teruel (14.800 km2) es superior que la de Madrid (8.000 km2). No podemos negar que, pese a los problemas económicos de la capital de España, la gestión de los servicios municipales de una ciudad de más de 3 millones de habitantes es cuantitativa y cualitativamente mayor que la de los del municipio turolense de Castelnou, con unos 120 habitantes censados. Madrid dispone, además, del privilegio de que su Comunidad Autónoma es uniprovincial, sin diputación, con lo que añade a las competencias de la extinta diputación provincial las de autonomía.
Por desgracia, los distintos gobiernos nacional o autonómicos no han llevado a cabo las políticas necesarias para realizar una mejor distribución poblacional. En lugar de ello, la fiebre del ladrillo y los poderosos intereses urbanísticos han realizado una alocada urbanización y poblamiento de ciudades y cinturones urbanos ya de por sí bastante poblados, concentrando allí las oportunidades de vida y empleo, vaciando otras regiones. Además, tal desarrollo urbano no ha venido acompañado del necesario equipamiento de servicios y transporte público o, cuando lo ha sido, pesaban más los intereses políticos, electoralistas y económicos de ciertos políticos y constructoras. Todo ello no ha hecho sino ahondar en el abismo que separa a ciudadanos de sus políticos: la respuesta no ha sido otra que el célebre "todos son iguales", desapego de la ciudadanía a los asuntos públicos y la consideración de la clase política como tercer problema del país (barómetro del CIS de junio de 2010). Este problema no es de los últimos años, ni siquiera del actual régimen político, sino que es un problema secular, tanto o más que el paro estructural del país.
No se puede negar el loable afán descentralizador del Estado, aunque no faltan voces que se preguntan para qué ha servido. ¿Ha sido para mejorar la administración del Estado, para calmar las reinvindicaciones regionalistas o, como ha derivado, en el excesivo engorde de una clase política y una burocracia que no han cumplido esos dos objetivos, sino que, al contrario, han obstaculizado la relación del ciudadano con el Estado y han animado a plantear reivindicaciones cada vez más elevadas e inadmisibles? Este planteamiento nos demostraría que el nacionalismo no viene a liberar o construir naciones sino a manipular los sentimientos en beneficio de sus mesiánicos portavoces, pero no es tiempo aquí de desarrollar esta tesis.
Hay que declarar que tanto el poder central, como el autonómico, el provincial o el municipal son parte del Estado, legitimados y sujetos por una Constitución común que reconoce la soberanía nacional del pueblo español. La descentralización del Estado no lo ha descentralizado, paradójicamente, sino que ha creado unas autonomías centralistas. Provincias y municipios apenas han visto mejoradas, si no estancadas, sus competencias y recursos. Si consideramos que un Estado centralizado es incapaz de asegurar el desarrollo y los servicios necesarios de buena parte de la ciudadanía, ¿lo va a ser una autonomía centralizada?
Existe una incoherencia en pedir la descentralización del Estado en las autonomías pero no en continuarla hacia municipios y provincias, esgrimiendo el peligro de la corrupción local. Si acusamos a las diputaciones de refugio de posible corrupción, hay que recordar este peligro es inherente a todos los ámbitos de la administración. No podemos aceptar la inevitable existencia de la corrupción y limitarse a contenerla.
La supervivencia de las diputaciones provinciales no debería estar condicionada por el recorte de gastos o los intereses políticos creados, sino considerando las peticiones de los pequeños municipios por su mantenimiento para asegurarles servicios básicos que no pueden afrontar por sí mismos. Los problemas de las diputaciones son su composición política indirecta, que escapa del necesario control ciudadano, y el apetito de competencias de las comunidades autónomas, cuestiones que, si existiera voluntad política, serían de fácil resolución con la creación de elecciones provinciales (que ya existieron en España) y con la redefinición de competencias.
¿Condenamos a la definitiva extinción de miles de pueblos de la geografía española? ¿Apostamos entonces por un país de fuertes contrastes demográficos o por uno homogéneo, posibilitando el desarrollo económico y social de las provincias? Creo en el justo medio: ni es recomendable ciudades superpobladas ni zonas rurales abandonadas. Es por esto que el debate acerca de las diputaciones provinciales esconde mucho más. Su supresión es la respuesta fácil, pero no acaba con el problema.
1) Coordinación de los servicios municipales entre sí
2) Asistencia y cooperación jurídica, económica y técnica de los municipios, con especial atención a los de menor capacidad económica y de gestión.
3) Prestación de servicios públicos de carácter supramunicipal y supracomarcal
4) Cooperación en el fomento de desarrollo económico y social de la provincia
Con la crisis económica, y la subsiguiente necesidad del Estado por recortar gastos, han surgido diversas voces pidiendo la supresión de las diputaciones provinciales, voces que van desde los partidos, como IU, UPyD o el BNG, personajes públicos como Felipe González o las redes sociales, entre las que mencionaría el blog Geografía Subjetiva por su argumentación.
Las diputaciones provinciales se consolidaron a raíz de la reforma administrativa y provincial de Javier de Burgos en 1836 y, un poco antes, estaban reflejadas en la Constitución de 1812, en sus artículos 324 a 337, con la intención de distribuir las contribuciones entre los municipios, realizar el censo, examinar las cuentas municipales, proponer obras públicas al gobierno de la nación, promover el progreso económico y social, entre otras competencias. Estos nuevos órganos de gobierno eran influencia directa de la revolución francesa y la creación de los departamentos y, por extensión, de los intentos de la monarquía de José I en España por racionalizar la administración del país. Con el tiempo, la diputación devino en un órgano de control del territorio por el nuevo Estado centralizado, un control no sólo territorial sino político, con la labor de "fabricar" las elecciones para el gobierno de turno mediante el fraude electoral.
Hoy, desprovistas de esas malas artes, las diputaciones se encuentran marginadas. No les falta razón a aquellos que argumentan que las diputaciones se han convertido en un órgano más de reparto de cargos, influencias, subvenciones y contratos, así como de su escasa o nula presencia mediática. Por añadidura, situada en un nivel intermedio entre un poder municipal que no obtiene o no puede obtener todas las competencias que desearía y un poder autonómico que adquiere cada vez más competencias y más presencia pública, la diputación se ha convertido en el paria de la administración territorial del Estado.
Lejos de los discursos nacionalistas, regionalistas o de otra índole, hay que hacer una valoración objetiva de las diputaciones y del contexto en el cual se encuadran. Partiendo de la base de que más eficiente es la administración cuanto más cercana se halla del ciudadano, las diputaciones son, de hecho o potencialmente, órganos esenciales, especialmente para los municipios menos poblados. Hay que considerar la desigual distribución de la población española, desde provincias muy pobladas como Madrid (805 hab/km2) a muy despobladas como Teruel (9,91 hab/km2), teniendo en cuenta que la superficie de Teruel (14.800 km2) es superior que la de Madrid (8.000 km2). No podemos negar que, pese a los problemas económicos de la capital de España, la gestión de los servicios municipales de una ciudad de más de 3 millones de habitantes es cuantitativa y cualitativamente mayor que la de los del municipio turolense de Castelnou, con unos 120 habitantes censados. Madrid dispone, además, del privilegio de que su Comunidad Autónoma es uniprovincial, sin diputación, con lo que añade a las competencias de la extinta diputación provincial las de autonomía.
Por desgracia, los distintos gobiernos nacional o autonómicos no han llevado a cabo las políticas necesarias para realizar una mejor distribución poblacional. En lugar de ello, la fiebre del ladrillo y los poderosos intereses urbanísticos han realizado una alocada urbanización y poblamiento de ciudades y cinturones urbanos ya de por sí bastante poblados, concentrando allí las oportunidades de vida y empleo, vaciando otras regiones. Además, tal desarrollo urbano no ha venido acompañado del necesario equipamiento de servicios y transporte público o, cuando lo ha sido, pesaban más los intereses políticos, electoralistas y económicos de ciertos políticos y constructoras. Todo ello no ha hecho sino ahondar en el abismo que separa a ciudadanos de sus políticos: la respuesta no ha sido otra que el célebre "todos son iguales", desapego de la ciudadanía a los asuntos públicos y la consideración de la clase política como tercer problema del país (barómetro del CIS de junio de 2010). Este problema no es de los últimos años, ni siquiera del actual régimen político, sino que es un problema secular, tanto o más que el paro estructural del país.
No se puede negar el loable afán descentralizador del Estado, aunque no faltan voces que se preguntan para qué ha servido. ¿Ha sido para mejorar la administración del Estado, para calmar las reinvindicaciones regionalistas o, como ha derivado, en el excesivo engorde de una clase política y una burocracia que no han cumplido esos dos objetivos, sino que, al contrario, han obstaculizado la relación del ciudadano con el Estado y han animado a plantear reivindicaciones cada vez más elevadas e inadmisibles? Este planteamiento nos demostraría que el nacionalismo no viene a liberar o construir naciones sino a manipular los sentimientos en beneficio de sus mesiánicos portavoces, pero no es tiempo aquí de desarrollar esta tesis.
Hay que declarar que tanto el poder central, como el autonómico, el provincial o el municipal son parte del Estado, legitimados y sujetos por una Constitución común que reconoce la soberanía nacional del pueblo español. La descentralización del Estado no lo ha descentralizado, paradójicamente, sino que ha creado unas autonomías centralistas. Provincias y municipios apenas han visto mejoradas, si no estancadas, sus competencias y recursos. Si consideramos que un Estado centralizado es incapaz de asegurar el desarrollo y los servicios necesarios de buena parte de la ciudadanía, ¿lo va a ser una autonomía centralizada?
Existe una incoherencia en pedir la descentralización del Estado en las autonomías pero no en continuarla hacia municipios y provincias, esgrimiendo el peligro de la corrupción local. Si acusamos a las diputaciones de refugio de posible corrupción, hay que recordar este peligro es inherente a todos los ámbitos de la administración. No podemos aceptar la inevitable existencia de la corrupción y limitarse a contenerla.
La supervivencia de las diputaciones provinciales no debería estar condicionada por el recorte de gastos o los intereses políticos creados, sino considerando las peticiones de los pequeños municipios por su mantenimiento para asegurarles servicios básicos que no pueden afrontar por sí mismos. Los problemas de las diputaciones son su composición política indirecta, que escapa del necesario control ciudadano, y el apetito de competencias de las comunidades autónomas, cuestiones que, si existiera voluntad política, serían de fácil resolución con la creación de elecciones provinciales (que ya existieron en España) y con la redefinición de competencias.
¿Condenamos a la definitiva extinción de miles de pueblos de la geografía española? ¿Apostamos entonces por un país de fuertes contrastes demográficos o por uno homogéneo, posibilitando el desarrollo económico y social de las provincias? Creo en el justo medio: ni es recomendable ciudades superpobladas ni zonas rurales abandonadas. Es por esto que el debate acerca de las diputaciones provinciales esconde mucho más. Su supresión es la respuesta fácil, pero no acaba con el problema.
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