sábado, 13 de abril de 2013

Necesitamos un republicanismo transversal




Nos acercamos a un 14 de abril que es especial por varios motivos. Es el día tradicional de recuerdo y reclamación de la República como sistema de gobierno para España, ya que es el día en el cual se proclamó la última república que los españoles han tenido. Antes de esa fecha era el 11 de febrero, proclamación de la I República. Hay quienes desean que el 14 de abril sea, en un día no muy lejano, fiesta nacional de España, y yo admito que sonrío ante esa posibilidad. Fechas como el 12 de octubre, 6 de diciembre son días señalados en la actualidad como fiestas nacionales, si bien es cierto que el 6 de diciembre tiene una importancia más reducida y no ha sido por falta de iniciativas políticas, que las hubo, pero que no gozó, por desgracia, del debido consenso. Son, ante todo, fechas, símbolos, pero que pueden cambiarse, o no. No creo que en el futuro, si hubiera una nueva república en España, el 14 de abril sea su día más importante, sino que lo será el día que se proclamó dicha república, o cuando se promulgó su constitución, es decir, cuando sea un símbolo que sirva de encuentro para la amplia mayoría de españoles. Incluso podría seguir siéndolo el 12 de octubre, ¿por qué no?, una vez se acepte que es una fecha que recuerda un hecho histórico y que señala los lazos comunes que tiene España con los países hispanoamericanos.

Otro motivo especial es el contexto en el que nos movemos actualmente. Este 14 de abril se acerca en un momento en el que la monarquía se halla ampliamente cuestionada, al rey le cuesta cumplir con sus funciones y en otros países vienen ejemplos de tranquilas abdicaciones, caso de los Países Bajos. También se multiplican los escándalos con algunos miembros de la familia real y, más importante, el propio sistema político alumbrado en el consenso de la Transición está siendo criticado duramente y se pide una amplia reforma, que algunos piden que se extienda también a la más alta jefatura del Estado.

Hay que ser conscientes de que, actualmente, una manifestación, o varias, no traerán la República. No habrá un vacío de poder, no habrá —ni debe haber— una revolución, al menos del modo que tradicionalmente se entiende como tal (la revolución debe ser de las ideas, de la sociedad en general y de cada individuo personalmente). Tampoco la traerán los actuales partidos o movimientos que reclaman para sí el monopolio del republicanismo español. Sobre todo, porque esos partidos tienen unos ideales que en ocasiones se alejan de los ideales del republicanismo y, aunque lo nieguen, tienen dentro los mismos vicios que se critican en otras formaciones, con algunos añadidos.

Tenemos que entender que, si queremos que la República se proclame en España, el republicanismo español tiene que cambiar radicalmente. Especialmente, debe ser un republicanismo transversal y suprapartidista. Es decir, el republicanismo no debe estar ligado al monopolio de una ideología, sino que sea una opción común a las distintas alternativas democráticas. El republicanismo supone también otra ética política, o debería serlo si, además, se pretende presentar como la solución lógica a una reforma del sistema político español y a las formas de hacer política. La República debe ser un lugar de encuentro y de forja de nuevos consensos entre españoles. No habrá República venida por accidente, como la Primera, ni venida por sorpresa en unas elecciones "rutinarias", como la Segunda. La Tercera República debe venir porque así lo decida una amplia mayoría de españoles, y los actuales partidos no deberían poner obstáculos al debate y sumarse al republicanismo. 

Hay que entender que el monarquismo español no existe como tal o, al menos, no como una supraideología que entiende que la monarquía es la forma de gobierno natural de España. La mayor parte de los partidarios de la monarquía lo son porque creen que la actual monarquía ha contribuido a la democratización de España y su titular ha sabido comportarse como un símbolo suprapartidista del Estado. No se puede negar. Tampoco se puede negar que, quizá, esa monarquía ya no pueda cumplir con ese papel, o que ya haya realizado su trabajo. Los españoles no son niños, inmaduros políticamente, e incapaces de convivir sin matarse. Se puede debatir y pensar en una reforma profunda del sistema político en España. Se está haciendo, de hecho, pero la república no está en la agenda. Están, sin embargo, los que siguen sembrando ese miedo a la república, esa vinculación excesiva con experiencias pasadas y con traumas pasados, y la verdad es que existe una retroalimentación en el otro lado. No podemos escapar de nuestro pasado, pero no para una condena perpetua, sino para aprender de los errores y superar los traumas, y eso se debe conseguir acabando con la mistificación de la II República y de la Guerra Civil.

En definitiva, tenemos que admitir que un sistema político debe posibilitar la inclusión de la abrumadora mayoría de la ciudadanía, como paraguas donde deben existir unos consensos nacionales y opciones alternativas y afines de hacer política según unas ideas e intereses legítimos. Es decir, el sistema debe ser capaz de dar respuesta y satisfacción a las demandas planteadas por la ciudadanía y funcionar según el principio democrático. El actual sistema se está viendo demasiado estrecho e incapaz de satisfacer ciertas demandas. El republicanismo español no debería ser una alternativa para hacer lo mismo que actualmente se hace, aunque cambie los discursos. La República se proclamará en España cuando los españoles comprendan qué significa realmente.

Viva la República.

domingo, 7 de abril de 2013

Las últimas palabras de la República (colaboración de Francisco de Asís Pastor Pérez)


Los modelos que se han venido planteando –del ejecutivo del Frente Popular como antecedente de la Guerra Civil-, hasta ahora, son dos. El primero nos habla de desgobierno y de caos. El segundo implica directamente al gobierno republicano en el acometimiento de los crímenes violentos que tuvieron lugar, de forma deslocalizada, durante la primavera de 1936. Lo más curioso es que recordamos este breve período de nuestra historia como si quienes lo protagonizaron hubieran gobernado, en ese momento, poniendo el horizonte en la misma fecha en que hoy lo hacemos nosotros. Sin embargo, aquella joven democracia ya había resistido a toda suerte de atentados, y son numerosos los indicios de que los partidos que compusieron el Frente Popular, tras alcanzar la victoria, querían desarrollar un programa que devolviera la estabilidad a la República.

Cuestiones como la precipitación de la amnistía o el giro a la izquierda en el discurso del gobierno pasaron a la Historia como provocaciones hacia el motín, y así se nos han querido contar tantas veces los acontecimientos. Nada más lejos de la realidad, aunque sí hubiera un cierto error trágico en la creación de un pacto del que cada uno de los electorados esperaba algo muy diferente. La Segunda República es, a la vez, un periodo protagonizado por las ensoñaciones colectivas, por discursos globales y explicaciones del mundo donde todavía todo era posible, donde las masas se arrojaban decididas a la consumación de un ideal, sin dejar de ser una parcela de nuestra Historia custodiada por los nombres propios. No solo en los estudios posteriores, sino ya en aquel momento, abundan los ismos que derivan de los nombres de los grandes personajes, hasta que las definiciones de las ideologías que convivieron en la República se ven traducidas en un sinfín de sinónimos imperfectos que nunca nos hablan de pensamientos concretos. [1] Hay prietismo, hay caballerismo, araquistainismo. A veces parece que una justificación de la Guerra Civil dependería solo de comprobar si Dolores Ibárruri pronunció o no aquello de “este hombre ha hablado hoy por última vez”.

Los mitos de que el final de la República llegó desde su propio gobierno atienden, como apunta el caso anterior, a discursos célebres, a desencuentros fortuitos; en definitiva, al anecdotario. Es cierto que Francisco Largo Caballero hacía llamamientos a la revolución en sus mítines, como sabemos que fue un escolta de Indalecio Prieto quien asesinó a José Calvo Sotelo. A ello remiten las tentativas de disculpar el posterior golpe de Estado, sostenidas siempre sobre sucesos aleatorios que nada tienen que ver con la hoja de ruta de la legalidad republicana. [2] Llegados aquí, podemos elegir entre trazar una línea de antagonismo entre unos y otros o, como Paul Preston, hablar de las tres Españas –la reformista, la conservadora y la revolucionaria-. Tanto en un caso como otro, deteniéndonos en el discurso y las propuestas del Frente Popular, podemos exculpar al gobierno democrático de participar activamente en lo que, con el paso del tiempo, hemos discutido como los primeros pasos hacia la guerra de desgaste que asoló España.

El Frente Popular, como en el caso francés, había sido una iniciativa comunista que había delegado el liderazgo, voluntariamente, a las opciones más moderadas. Así conseguirían acercarse a la sociedad y trabajar, desde allí, contra el fascismo; este apunte es fundamental para entender la naturaleza controvertida del pacto. Los mitos que dicen que España caminaba hacia un régimen de tipo soviético –y que este movimiento era alentado desde las instituciones republicanas con ayuda de Stalin- parecen olvidar que la Unión Soviética no estaba interesada en una España comunista, que el Komintern pidió una y otra vez a los líderes del Frente Popular que renunciaran a la revolución, y que la única alianza que el gobierno soviético pretendía mantener con la República era diplomática. [3]

El programa electoral del Frente Popular poco tenía de comunista; de hecho, los vetos de los partidos republicanos a las aspiraciones más radicales de la izquierda figuraban explícitamente en el texto. Encontramos, en el programa, una gran cohesión de los partidos republicanos, que no cedieron a algunas de las peticiones que los comunistas y socialistas consideraban fundamentales; en especial la cuestión agraria. “Los republicanos no aceptan el principio de la nacionalización de la tierra y su entrega a los campesinos, solicitado por los delegados del Partido Socialista.” “No aceptan los partidos republicanos las medidas de nacionalización de la Banca propuestas por los partidos obreros.” [4] Así, los republicanos de Azaña parecen contar con la última palabra sobre las aspiraciones de los partidos de izquierdas. Reflejar esta pluralidad explícitamente en el discurso contribuyó a movilizar a un electorado heterogéneo, sin desistir nunca de la idea de que el pacto estaba tutelado por los partidos de izquierda moderada.

El texto habla de restablecer el orden, respetar profundamente la Constitución legal de 1931 y trabajar por la separación de poderes para despolitizar la administración. La redacción del programa parte desde un claro soporte ideológico, pero una idea permanece a lo largo del texto: la República y la democracia son lo primero. Los llamamientos a la revolución, cuyo eco perseguía todavía a las fuerzas de la izquierda, se silencian en el programa con un reiterado respeto a la transparencia y a la legalidad.

La banca no se nacionalizaría, en contraste con lo que había sido uno de los puntos irrenunciables del discurso comunista, y no habría una revolución agraria, sino una timidísima reforma; asimismo, los obreros no tomarían el control de las empresas privadas. El programa del Frente Popular supo llevar las aspiraciones más rebeldes al reformismo, planteando propuestas socialdemócratas, que no pusieran en peligro la estabilidad de la República. El discurso se alinea a la izquierda, en simpatía con las clases desfavorecidas, sin desistir de los principios que movieron a la República democrática y social que ya se intentó en 1931. “La política republicana tiene el deber de elevar las condiciones morales y materiales de los trabajadores hasta el límite máximo que permita el interés general de la producción, sin reparar, fuera de este tope, en cuantos sacrificios hayan de imponerse a todos los privilegios sociales y económicos”. [5]

La amnistía a los presos políticos del bienio derechista ocupa un lugar importante en el discurso, de la misma manera que el gobierno de Lerroux había excarcelado a los militares que habían tomado parte en la Sanjurjada de 1932; de hecho, era el primer punto del texto con que la coalición republicana de izquierdas se presentaba a las elecciones. La relevancia que el programa concedía a la amnistía parecía confirmar la complicidad de la izquierda reformista hacia los grupos revolucionarios, hasta el punto de poner en peligro la credibilidad de los cantos a la legalidad que aparecen en el texto. Motines que se habían realizado de forma violenta y contra la propia República se disculpaban como políticos o sociales, algo que los republicanos de Azaña compartían, al menos sobre el papel, con fuerzas más radicales.

¿Por qué era tan importante la amnistía? Para algunos historiadores, como Concepció Sonadellas, ésta era la piedra de toque por la que la coalición recibió el apoyo de la izquierda revolucionaria. El PCE ya había recibido órdenes desde el Komintern para formar parte del Frente Popular, que en Francia había dado buenos resultados, y que se estaba preparando también en Gran Bretaña; [6] la cartelería con la que los comunistas pidieron el voto para la coalición de izquierdas apenas hacía más reclamos electorales que la esperada amnistía. El POUM, contrario al estalinismo, y la CNT, partidaria de la acción desde las bases, tal y como mencionaron en la prensa, solo esperaban del Frente Popular la liberación de los presos de 1934. Largo Caballero había cedido su apoyo a los republicanos de Azaña, siempre sin entrar en el Ejecutivo, prolongando una vez más la ambigüedad de su discurso. “Nuestro deseo es fortalecerlo [el gobierno del Frente Popular] y con la colaboración en el poder se debilitaría. Los trabajadores protestarían al no verse fielmente interpretados.” [7] Ante los ojos de la opinión pública, no hubo pacto más allá de la victoria electoral; los partidos y sindicatos de la izquierda radical reiteraron que con su participación no conformaban un programa de gobierno a largo plazo. De hecho, tanto antes como después de las elecciones, explicaron a través de los medios su descontento con la coalición a la que habían contribuido con su firma. Los grupos obreros se debatían entre su voluntad de derrotar a la derecha y mantener un discurso fiel a su electorado; esta fue la tensión fundamental del gobierno del Frente Popular, y el motivo por el cual las bases de los partidos y sindicatos que habían participado en él se enzarzarían en una guerra discursiva e ideológica en cuanto la victoria hubiera llegado.   

Al día siguiente de las elecciones generales, el gobierno saliente decretó el Estado de alarma, para dejar abierta la posibilidad de no entregar el poder a Azaña. La excepción había sido una constante durante el bienio anterior, pero el cambio en el gobierno, a pesar de la ambigüedad del programa electoral del Frente Popular,  parecía predecir la violencia que se iba a levantar una y otra vez, en el campo y en las ciudades, contra el  orden establecido.

Los escrúpulos por parte de algunos cargos públicos hacia los procedimientos legales, desde luego, no duraron mucho. Menos de una semana después de las elecciones, y antes de que se constituyeran las nuevas Cortes, la comisión permanente del Congreso de los Diputados decretó la amnistía para los presos políticos. En una entrevista, Dolores Ibárruri contó que esos días había recorrido los centros penitenciarios de Madrid enseñando su credencial de diputada para exigir la liberación de los presos políticos. El entusiasmo por llevar a cabo la amnistía –durante la campaña electoral se hacía burla del Frente Popular, diciendo que era lo único en lo que consistía su programa- no era desde luego un punto de partida en la historia de revanchismo político que caracterizó a la República, pero sí vendría a poner de manifiesto que los principales partidos políticos mantenían un pie fuera de la legalidad; que estábamos todavía en una España en la que los crímenes propios siempre encontrarían justificación, y en la que solo el enemigo debía responder de la ley.

Sin embargo, si aceptamos la diferencia entre la estrategia de los grupos obreros a nivel orgánico y la responsabilidad que confería la participación en el ejecutivo ¿por qué se vincula al gobierno legal del Frente Popular con los episodios de violencia ocurridos entre febrero y junio de 1936? El discurso de algunos de los partidos que habían formado parte del pacto electoral, es cierto, incitaban a la violencia, pero pretender que esos levantamientos respondieran a órdenes del gobierno acabaría con el carácter ideológico de unas revueltas que atacaban, precisamente, el poder establecido. [8] Parece que hay una confusión intencionada con la que, al contar la realidad de la época, los miembros del Ejecutivo se ven implicados en conflictos que tuvieron lugar en la calle; que tantas veces fueron arbitrarios, resultado de provocaciones puntuales.

Son muchas las causas de la violencia durante el gobierno del Frente Popular, pero una de ellas, muy desatendida –quizá porque no vemos más allá del espejismo de las dos Españas- fue la frustración de un pueblo sin recursos, dispuesto a todo, para el que la ideología no era el juego que es ahora para nosotros, que vivía las consecuencias de la política en primera persona más de lo que hoy podemos imaginar, y para el que aplazar aquel prometido mañana era prolongar, una vez más, un hambre feroz; una España campesina que, ante el descontento, atacaría por igual a los partidarios de un gobierno conservador como al Estado reformista. Por ello, Manuel Azaña no tardaría demasiado tiempo en retirar toda ambigüedad de su discurso. Si el programa electoral del Frente Popular se alineaba a la izquierda siempre dentro de un marco legal, y explicitando las renuncias que realizaban los partidos republicanos, el 3 de abril de 1936, en la primera sesión ordinaria de las Cortes, las prioridades del gobierno habían cambiado. “Sí, es cierto, vamos a lastimar intereses cuya legitimidad histórica no voy a poner en cuestión, pero que constituyen la parte principal del desequilibrio que padece la sociedad española […] Venimos a romper toda concentración abusiva de riqueza donde quiera que esté.” [9] Azaña nunca habló de romper el marco constitucional, pero mantener unido el Frente Popular, y lo más difícil, conseguir que las bases de los partidos y sindicatos confiaran en la legalidad, exigía de él un giro a la izquierda, aunque fuera sólo retórico. La precipitación de la reforma agraria –no tal y como la habían pedido los socialistas, pero sí con fines similares- se estaba llevando a cabo también para aliviar las desigualdades que, en el discurso republicano y de izquierdas, eran el motivo principal de la violencia. Algunos de los peores episodios, como el de Yeste –pero unos cuantos más- habían sido provocados por campesinos que habían dejado de esperar a la materialización legal de la reforma, ocupando las tierras por sí mismos.

Es conveniente recordar que el fervor del cambio en el gobierno vino acompañado, desde el día siguiente a las elecciones, de disturbios en las cárceles, quemas de iglesias y capillas y asaltos a las dependencias de los partidos de derechas. Milicianos de partidos del Frente Popular habían tomado aquella victoria por su cuenta, como si el triunfo electoral del bloque de izquierdas les diera una imaginada impunidad. Parecía inaugurado un período de violencia ideológica, pero deslocalizada y espontánea, [10] que el gobierno intentó combatir, tanto desde el acercamiento desde el discurso, como por la acción de la policía. Las tentativas coactivas del ejecutivo para evitar conflictos que habían sido provocados, tantas veces, por militantes de los partidos de la coalición, hacían crecer la brecha entre el gobierno y las bases de los grupos que lo habían apoyado; menguaba asimismo el afecto de los partisanos hacia el poder establecido legalmente, aunque fuera de su propio signo. El gobierno del Frente Popular parecía incapaz de satisfacer las demandas de dos Españas que, desde un principio, habían renunciado al encuentro.

La lectura habitual de la radicalización de la izquierda durante la primavera de 1936 parece querer intuir una relación de causa y efecto entre el discurso cada vez más contundente de los dirigentes de los grandes partidos y las tentativas revolucionarias de los campesinos y trabajadores, esto es, que los primeros hubieran provocado los segundos. Hay quien sienta los precedentes de la guerra en la Revolución de Asturias, [11] culpando principalmente a los líderes del socialismo –y muy especialmente a Largo Caballero- del giro que mancharía de sangre a la política española. No obstante, sabemos que las conspiraciones contra la República comenzaron ya en 1931.

La violencia no empezó desde los atriles de la Carrera de San Jerónimo, sino que las beligerantes palabras de los líderes de la España reformista respondían a exigencias que ya se encontraban en la calle. El contraste en el discurso –que en la política actual contemplamos sin ninguna extrañeza, y no deja de resultarnos inofensivo- era intencionado, y pretendía reiteradamente encauzar hacia la legalidad aquellos fervores que excedían los límites de la democracia parlamentaria. [12] El PSOE procuró mantener ilusionado al mayor espectro de la izquierda que le fuera posible; renunciar a ello habría servido solo para precipitar aún más las provocaciones que la derecha requería para su anunciadísimo golpe.

El Frente Popular se había presentado, como hemos visto, como un pacto electoral creado en torno a la amnistía. Los republicanos de izquierdas tutelaron la coalición con un programa que quizá, de haber tenido una oportunidad, hubiera acabado con algunos de los principales los problemas de la clase trabajadora, y así aliviado la tensión política; en la historia contemporánea no ha habido guerras civiles en países con una clase media desarrollada. El imprevisto giro a la izquierda de Manuel Azaña buscó mantener los apoyos de un Frente Popular compuesto por partidos que, aún defendiendo al gobierno, no podían dar de lado a su electorado. Seguiría habiendo una distancia enorme entre los discursos de la izquierda republicana y la revolucionaria, pero los desencuentros entre unos grupos y otros apenas salieron alguna vez del juego de la retórica. Al contrario; las grandes diferencias no se encontraban entre unos partidos y otros, sino entre los dirigentes de estos y quienes les habían votado. Sabemos que el Frente Popular, a pesar de estar liderado por la izquierda reformista, había sido en realidad una iniciativa del PCE. Colocar la cuestión de la amnistía como único reclamo y presentar aquella alianza como un pacto impreciso solo fue una estrategia más para llevar a la victoria electoral a una coalición que, desde luego, los dirigentes comunistas no pensaban traicionar.

Los discursos grandilocuentes y arrojados a la izquierda que realizaron los protagonistas de la República no tuvieron la culpa de lo ocurrido; en todo caso, fueron las limitaciones del marco las que alejaron al pueblo de la política parlamentaria. La experiencia de 1931 había engendrado rencor en la derecha e insatisfacción en las clases explotadas. Quizá el Frente Popular, en 1936, llegara tarde para resolver desde la legalidad el conflicto fundamental que existía en España y la retórica, a pesar de estar llena de promesas de un mañana mejor, fuera ya insuficiente para calmar una impaciencia generalizada.

FRANCISCO DE ASÍS PASTOR PÉREZ
(blog: Cafeteoría)



[1] PRESTON, Paul. Las tres Españas del 36. Debolsillo. Madrid, 2003.
[2] PONS PRADES, Eduardo. Realidades de la guerra civil. Esfera. Madrid, 2005.
[3] SONADELLAS, Concepció. Clase obrera y revolución social en España. Zero. Madrid, 1977.
[4] Extraído del programa electoral del Frente Popular para las elecciones de 1936, en ARRARÁS, Joaquín. Historia de la Segunda República Española. Nacional. Madrid, 1968.
[5] Extracto del programa electoral del Frente Popular, de la misma fuente bibliográfica que la cita anterior.
[6]  Idea extraída de PRESTON, Paul. The Coming of the Spanish Civil War. Reform, Reaction and Revolution in The Second Republic. Routledge. Londres, 1994. 
[7] SONADELLAS, Concepció. Clase obrera y revolución social en España. Zero. Madrid, 1977.
[8] PAYNE, Stanley G. La revolución española. Argós. Barcelona, 1977.
[9] Citado en PAYNE, Stanley G. El colapso de la República. Esfera. Madrid, 2005.
[10] Idea extraída de GONZÁLEZ, Eduardo. La necro-lógica de la violencia sociopolítica en la primavera de 1936. Universidad Carlos III de Madrid, 2010.
[11] Ésta es la hipótesis principal de 1934: Comienza la guerra civil de Pío Moa.
[12] Paul Preston defiende que Largo Caballero no tenía, en realidad, ninguna intención de desmontar la democracia parlamentaria de la República.

martes, 22 de enero de 2013

Israel vota: una aproximación al rompecabezas israelí


Mientras escribo estas líneas (las primeras de 2013, y tras más de un mes de "descanso" en el blog) los ciudadanos israelíes acuden a las urnas a renovar su parlamento, la Knéset, la 19º desde que se creó el Estado de Israel.

Pero, ¿cómo votan los israelíes? ¿A quién votan? ¿Bajo qué condiciones acuden a votar? La realidad de Israel, más allá del eterno conflicto israelo-palestino, nos suele ser bastante ajena. Los medios de comunicación y el proselitismo político no ayudan a la hora de formarnos un retrato lo más cercano posible a la realidad. 

Israel es, a día de hoy, el país de Oriente Próximo con el sistema democrático más estable. ¿Podríamos decir la única democracia? No, pues tanto Líbano como Turquía poseen unas democracias que, independientemente de que resulten o no satisfactorias, tienen bastantes años tras de sí. También podríamos incorporar al Egipto de la era posMubarak en el heterogéneo club de las democracias orientales, aunque deberíamos esperar varios años hasta comprobar que en el nuevo régimen egipcio finalmente se consolida un sistema democrático que, en cualquier caso, no será una copia de la democracia occidental. Es un error típico de aquellos que ven en la democracia occidental el paradigma de democracia política, cuando esta responde a un contexto determinado y, por tanto, las democracias orientales responden a otros contextos. 

Israel podría acercarse al modelo de democracia occidental, aunque con ciertas características: la falta de una Constitución escrita (suplida con una serie de Leyes Fundamentales), el excesivo papel de la religión en el Estado (su definición como Estado judío, la falta de regulación civil en ciertos aspectos como el matrimonio en beneficio de los tribunales religiosos, la existencia de la Ley de Retorno...) y su papel en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza. Pese a que la Freedom House clasifica a Israel como el único país "libre" por su respeto a la libertad de expresión y a los derechos humanos, creo que eso no incluye los actos cometidos por el ejército israelí en los territorios palestinos, que serían tipificados como actos de guerra, ni la existencia del muro de Cisjordania, ni la expulsión de palestinos de sus casas y la creación de asentamientos de colonos. 

Otro aspecto que no se tiene en cuenta para calificar la democracia israelí como tal es la total heterogeneidad de su sociedad: no solo cuenta con un sector social homologable al occidental, más o menos laico, más o menos poco ideologizado, inmerso en el consumo y en la globalización, heredero de los pioneros askenazíes, sino también lo que algunos llaman las "nuevas tribus de Israel" [1]. Al sector askenazí se añaden los inmigrantes e hijos de aquellos que no participaron en la creación de Israel, como son los inmigrantes judeo-orientales (clasificados genéricamente como sefardíes) y los judíos procedentes de las repúblicas soviéticas tras el fin de la URSS, así como los haredim y otros grupos religiosos ultraortodoxos, procedentes tanto de la emigración oriental como de los grupos religiosos que ya habitaban en la región palestina antes de las aliyot


No hay que olvidar a un grupo importante de la sociedad israelí, y es la existencia de un importante grupo árabe-israelí, los palestinos que se quedaron en los territorios adjudicados inicialmente al Estado de Israel y en los que fueron anexionados hasta 1967. Los árabe-israelíes son un quinto del total de la población, e incluso estos se hallan internamente divididos, no solo por religión (a la mayoría musulmana hay que contar las minorías cristiana y drusa) sino por la aceptación o no del Estado de Israel y por la propia aceptación de los judíos hacia sus conciudadanos árabes: mientras que en la mayoría de árabes musulmanes prima la sensación de maltrato hacia los árabes en Israel, la minoría drusa, en cambio, está muy bien integrada en la sociedad israelí, hasta el punto de que cuentan con unidades propias en el Tsahal, el poderoso ejército de Israel. Los beduinos, una pequeña minoría, también participa en unidades propias del ejército y se considera integrada en Israel. En general, pese a su importancia numérica, los partidos árabes en la Knéset son muy débiles debido a la baja participación electoral de los árabes israelíes, como rechazo a un Estado que ven ajeno y que no les defiende y también, cada vez más, siguiendo las consignas de los islamistas radicales. Cabe añadir el doble drama de los árabes israelíes: considerados casi como extranjeros por sus conciudadanos judíos, también son considerados extraños por los árabes de Palestina.

Cada grupo vive casi como una sociedad a la espalda de la otra, con sus propios periódicos, sus canales de televisión, sus partidos... por lo que a la sociedad israelí, además del eje clásico de izquierda y derecha se añade el laico-religioso, y el conflicto con los palestinos introduce un nuevo eje que podríamos denominar de acuerdo-mano dura con Palestina, incluida también la oposición o apoyo a los asentamientos de colonos. Esta variedad hace de la sociedad israelí una de las más plurales pero también una de las peligrosamente fragmentadas.





La democracia israelí no ha vivido golpes militares ni grandes movimientos antidemocráticos. El ejército israelí es un elemento más de cohesión de una sociedad tan dividida: el servicio militar es obligatorio para ambos sexos y, tras un servicio de tres años para hombres y de 21 meses para mujeres, pasan a engrosar la reserva, manteniendo las mismas unidades y creando en ellas fuertes vínculos. Sin embargo, existen excepciones a este servicio obligatorio: los árabes israelíes están excluidos del mismo y los haredim. El último caso es un foco de tensión entre los haredim y el resto de los judíos: los haredim reciben fuertes subvenciones por no trabajar y estar fuera del servicio militar a cambio de dedicarse al estudio de los escritos religiosos; el resto de judíos ven esto como un privilegio cada vez más insoportable a medida que el grupo de los haredim es más fuerte demográficamente debido a su fuerte natalidad. 


La natalidad es un factor a tener muy en cuenta y que juega en contra del Estado judío: los grupos con más natalidad son los más desfavorecidos y también los más críticos o escépticos con el Estado de Israel tal como existe en la realidad, los árabe-israelíes y los haredim, con el agravante de que estos exigen cada vez más fondos para sus familias y, a la vez, algunos niegan legitimidad al Estado para realizar "lo que debería hacer el Mesías", esto es, crear el Gran Israel en la región palestina.

En general, hoy por hoy, la estabilidad de la democracia israelí pende de un hilo. La democracia en Israel funciona de una forma que se parece cada vez más al restringido sistema libanés de equilibrio entre comunidades: la fuerte presencia de los partidos religiosos y la dependencia de los grandes partidos laicos hacia estos ha obligado a la creación de sistemas paralelos en Israel: desde la creación de escuelas religiosas para cada grupo religioso judío a diferentes tipos de privilegios como los que disfrutan los haredim. La división de los partidos laicos redunda en beneficio de los religiosos para obtener más recursos y mantener sus clientelas políticas: los partidos religiosos suelen estar liderados por rabinos que miran por el bienestar y el apoyo de sus grupos. La incorporación a la vida política de Israel de los rusos añade un grupo más al que contentar y, a la vez, divide aún más a la derecha: Avigdor Lieberman, líder de Yisrael Beitenu, defendió en las elecciones de 2009 el fin de los privilegios para los grupos ultraortodoxos. El retraimiento árabe-israelí y el conflicto con los palestinos prolonga, imposible saber hasta cuándo, este frágil equilibrio, la calma que viene antes de la tempestad.

Israel se fundó sobre un idealismo sionista, democrático y socializante. A muchos les sorprendería que el principal valedor de Israel no era Estados Unidos, pese a que de su poderosa minoría judía obtuvo grandes fondos para sostener el proceso de independencia, Golda Meir mediante, sino que lo fue la URSS y el bloque socialista, de donde Israel (y concretamente de Checoslovaquia) consiguió las armas necesarias para defenderse en la primera guerra árabe-israelí [2]. ¿Dónde ha quedado ese espíritu? La izquierda laborista sionista, que dirigió a la comunidad judía antes y después de la independencia, se halla casi desaparecida. La comunidad asquenazí sufre, en esencia, el mismo proceso que afecta a las sociedades occidentales: desconfianza hacia los políticos, problemas económicos y una derechización agravada por la obsesión por la seguridad contra el terrorismo, que surgió mucho antes de que esa obsesión alcanzara a Occidente tras el 11S. Muestra, además, los límites del proyecto sionista de Israel de la comunidad askenazí y sus reservas ante los sefardíes, los haredim y el resto de ultraortodoxos. Parece ser el acto final, la retirada, casi silenciosa, ante la actual división de Israel, convirtiéndose en una comunidad más, contenta con poseer su idiosincrasia y su cultura liberal. Es esa, quizá, el éxito y fracaso de Israel: la libertad para cada comunidad religiosa, más que la libertad individual, supeditada a la primera y a la seguridad nacional. Tel Aviv y Jerusalén son los exponentes de dos mundos muy distintos. No obstante, la primavera árabe y la ola de indignación occidental también pasó con fuerza por Israel en 2011, con una serie de protestas y toma de calles al estilo del 15M español. En este caso, los jóvenes israelíes (trabajadores y universitarios, aunque también jubilados, la mayoría de clase media) protestaban por la carestía de la vida, sobre todo la subida de precios y la dificultad para adquirir una vivienda digna en las grandes ciudades de Israel. A esta indignación se han sumado protestas contra los privilegios de los haredim y exigencias de que cumplan el servicio militar. Aún es pronto saber si esto redunda en una participación que beneficie a los partidos laicos.



Tras esta aproximación a Israel, un repaso a su sistema político y un comentario de los partidos que se presentan en estas elecciones.

La Knéset está conformada por 120 diputados elegidos en sufragio universal, igual, directo y secreto, siendo todo el país una gran circunscripción electoral. El umbral mínimo exigido es el 2% de los votos totales y el reparto de escaños emplea el sistema D'Hondt. El motivo de este umbral mínimo tan bajo (uno de los más bajos del mundo, inicialmente del 1%) era posibilitar la integración de todos los partidos posibles en el sistema político (en 1949 fueron doce partidos, en 2009 se repitió la misma cifra). Consecuentemente, el sistema político israelí es uno de los más proporcionales y, por eso mismo, uno de los más inestables, agravado por la gran fragmentación cultural, religiosa y social de Israel. La media de vida de cada gobierno israelí es de unos 25 meses, y cada formación de gobierno está acompañada de intesas negociaciones entre los diferentes partidos. 

Desde la formación del Estado hasta 2006, el Mapai/Partido Laborista y el Likud han encabezado distintos gobiernos, recurriendo en casi la totalidad de ellos a partidos religiosos. En general, los bloques existentes son cinco: uno de izquierda sionista, conformado por el Partido Laborista y el Merezt; uno de derecha sionista, liderado por el Likud; el religioso, con el sefardí Shas y el ultraortodoxo haredim Unidad, Torá y Judaísmo; la extrema derecha, divididas entre los laicos Yisrael Beitenu, el sionista religioso Unidad Nacional y el nacionalista La Casa Judía; y, finalmente, los partidos árabes, el islamista Lista Árabe Unida, el comunista Hadash y el liberal Balad, todos muy minoritarios. Se podría mencionar un sexto bloque, liberal centrista, representado en el Kadima y ahora con nuevas fuerzas (Yesh Atid, del ex presentador de TV Yair Lapid; y Hatnuah de Tzipi Livni), aunque en general se tiende a ver a los centristas unidos a la izquierda en un nuevo bloque de centro izquierda. En el bloque de extrema derecha se ha fortalecido La Casa Judía con una alianza con Unión Nacional a expensas del bloque Likud-Yisrael Beitenu, pero también ha aparecido Otzma LeYisrael, una agrupación de Unión Nacional. Y en el bloque religioso se intenta hacer hueco Am Shalem, un grupo escindido del Shas que defiende el fin de los privilegios de los Haredim. En total, hasta 14 partidos podrían entrar en la nueva Knéset, teniendo en cuenta que varias de esas fuerzas son coaliciones de partidos más pequeños.

Los temas principales de campaña son, más que la búsqueda de la paz con los palestinos (solo algún partido centrista o izquierdista hace alguna mención a la paz), la necesidad de prepararse ante un eventual ataque iraní, el mantenimiento de los asentamientos ya construidos (y la construcción de otros tantos otros) y, muy minoritariamente, los problemas más domésticos como el nivel de vida y la vivienda, motivo de las más recientes protestas de israelíes y que la izquierda ha intentado introducir en campaña.

Las negociaciones para gobernar serán un gran rompecabezas de uno de los bloques principales (izquierda o derecha) para contentar al menos dos de los otros bloques, siempre teniendo en cuenta que el bloque árabe es muy pequeño y está, en principio, excluido de las negociaciones. Quedarían, por tanto, el bloque religioso y la extrema derecha, lo que en principio redunda en beneficio del derechista Likud aunque, como se dijo antes, hay fuertes discrepancias en la derecha acerca de mantener los privilegios a la comunidad ultraortodoxa.



Bibliografía:
[1] Ana CARBAJOSA: Las tribus de Israel, RBA, 2011.
[2] Joan B. CULLA: La tierra más disputada, Madrid, Alianza, 2005.

Enlaces de interés:
De derechas por mandato divino, Ana Carbajosa, El País, 15/01/2013.
Israel: agenda doméstica y desafíos regionales, Víctor Manuel Amado Castro, El País, 22/01/2013.
¿Israel, un Estado sin constitución?, Carlos Javier Soto Cazaña, 2007.
La izquierda israelí queda en la sombra, David Alandete, El País, 21/01/2013.
Los árabes de Israel ignoran las urnas, Ana Carbajosa, El País, 1/01/2013.
Los indignados de Israel, Ana Garralda, El País, 21/07/2011.
Los rostros de los votantes en Israel, Ana Carbajosa y David Alandete, El País, 22/01/2013.
Los rusos israelíes se vuelcan a la derecha, Ana Carbajosa, El País, 18/01/2013.
Netanyahu parte como favorito en las elecciones de hoy, Ana Carbajosa, El País, 22/01/2013.
Otro indignado israelí se prende fuego, Ana Carbajosa, El País, 22/07/2012.
¿Quién vive en los asentamientos?, fotorreportaje, El País, 28/12/2012.

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