En la anterior entrada hablé sobre el constitucionalismo español, a lo largo de su historia, desde Bayona hasta las leyes fundamentales franquistas. Ahora toca hablar de lo actual, de la Constitución de 1978.
Decía, sin riesgo de equivocarme, que la actual constitución ha sido la construcción constitucional más positiva para España, por los largos años de progreso, democracia y libertad.
Esta gran obra no habría sido posible sin la inmensa labor de sus siete padres Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé Tura, Miquel Roca, Manuel Fraga, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Gabriel Cisneros y José Pérez Llorca. Deberíamos considerarlos los siete padres de la Nación actual.
Estos treinta años España ha cambiado, de país en crisis económica y peligro de involución golpista, a un país poderoso, próspero y enteramente democrático. Curiosamente, de nuevo en crisis económica. Pero, como en su día dijo Alfonso Guerra, "a España no la va a conocer ni la madre que la parió". Totalmente cierto.
La Constitución, y las instituciones que creó o legitimó, como la Monarquía, las Cortes y los distintos gobiernos que se han ido sucediendo, han cumplido satisfactoriamente su papel. Sin embargo, el paso del tiempo va demandando cambios.
Esos cambios se suelen ver en la necesidad de reformas de amplio calado, tales como la reforma electoral, la especificación de las competencias estatales y autonómicas, la laicidad total del Estado, etcétera.
De momento, parece que no existe consenso a la hora de tocar la Constitución. Los conservadores quieren limitar las competencias autonómicas y reforzar el castellano; los socialistas quieren que se recoja un Estado laico y la reforma de la sucesión; Izquierda Unida y UPyD quieren que el sistema electoral les salve de verse expulsados del Parlamento; y los nacionalistas persiguen el Estado plurinacional y la posibilidad de irse legalmente si sus territorios, naciones, autonomías, así lo desean. Esta última reclamación podría ser igualmente llamada "legitimar el egoísmo territorial" o permitir que el Estado abandone a esos ciudadanos al clientelismo y discurso anacrónico de sus nacionalismos. No hay acuerdo posible de momento, más que para el maquillaje. ¿Vale la pena una simple operación estética, unos pocos parches?
La Constitución ha cumplido su papel, y su reforma parece muy difícil. Han ido poco a poco surgiendo problemas en el funcionamiento del Estado, que no pueden dejarse sin solucionar. ¿Cuál es la solución? A mi modo de verlo, sólo puede haber una solución: la refundación. La ciudadanía española, el pueblo español, el depositario de la soberanía nacional, debe volver a pronunciarse con todo su máximo poder: abrir un nuevo proceso constituyente que posibilite la solución de los problemas estructurales del país.
Por un lado, el rey Juan Carlos I goza de una legitimidad apuntalada por su papel en el golpe de 1981 y su comportamiento impecable a lo largo de estos treinta años. Es una legitimidad carismática, que sustenta a la monarquía con mucha más fuerza que la que dicta la Constitución o los deseos de Franco al nombrarle sucesor en 1969. Esta legitimidad carismática no es hereditaria. ¿Qué méritos tendrá el príncipe Felipe para acceder al trono? No es electivo, no es democrático, es un resabio de la tradición monárquica en la historia, chocando con las nuevas tradiciones, que nacen en la Ilustración y se desarrollan desde entonces: toda institución del Estado debe contar con el respaldo de la soberanía nacional. Ese respaldo se manifiesta por el voto. La monarquía no se vota, no hay respaldo por tanto. ¿Cuál es el mérito existente para acceder a la Jefatura del Estado? Ser hijo, o descendiente, de reyes no es un mérito democrático.
Así pues, el primer paso de la refundación es la instauración de una república. Y en tanto que seres inteligentes que somos, hemos aprendido de la historia, y no estamos dispuestos a repetirla, y a matarnos entre nosotros. Todo paso en la refundación debe contar con amplio respaldo del pueblo soberano. Esta refundación debe tener una máxima: mejorar, perfeccionar. Perfeccionar la Justicia, hacer más cercano el Ejecutivo, fortalecer el Legislativo. Sin Senado, ni como segunda cámara ni como cámara territorial. En la soberanía nacional cuenta el pueblo, no los territorios.
El Estado y sus instituciones deben mejorarse, adaptarlas, darles unas normas precisas. No sólo a ellas, sino que todos tenemos que interiorizar estas normas para que pueda funcionar una Estado democrático y la virtud cívica. Esto es difícil de lograr si no se establecen unas normas para gobernantes y gobernados: honradez en la gestión, honradez en la transparencia, honradez en la convicción democrática. Dicho de otro modo: no hay derechos sin responsabilidades.
La Nación, en tanto que se compone de cuantos ciudadanos existen en el país, es ya en sí misma plural. No es exclusiva, ni excluyente, sino todo lo contrario, es la Nación política. Su máximo ideal es la solidaridad entre los miembros de la comunidad, nunca puede pretender la exclusión de una parte y la práctica del egoísmo. Como ente englobador, su discurrir histórico es su ampliación: la construcción de una Europa unida, y de un mundo unido, el fin de los egoísmos, de las luchas sin sentido y de las ambiciones personalistas, que no personales. No hay mesías ni salvadores de las patrias.
El ideal de la Nación es la solidaridad; el Estado debe posibilitar ese ideal. No hay que tener proposiciones egoístas, rechazos al progreso común. La igualdad real, la igualdad de oportunidades, ha de existir para todos los ciudadanos de la comunidad. Sólo la refundación puede hacer que se plantee y se exija este ideal. La solidaridad propicia y permite la igualdad de oportunidades.
Los territorios no cuentan; los territorios, por sí mismos, no tienen vida ni historia, sólo los ciudadanos la tienen. Por eso el Legislativo debe ser una cámara. Sólo la solidaridad, y no el egoísmo, puede estar en boca de los representantes de cada comunidad, de cada región, de cada nación, para el resto de los ciudadanos. El bien común, y no el propio, es el prioritario. ¿Debemos sentirnos cómodos viviendo en un país próspero, aun a sabiendas de que millones de personas no tienen casa, trabajo, comida, o un futuro prometedor? Todos debemos trabajar para eliminar esas desigualdades. La solidaridad no se detiene en las fronteras del Estado, la solidaridad trasciende a toda frontera. Aunque no cuenten los territorios, la estructura del Estado refundado podría ser la federación, en tanto que facilite la gestión y posibilite la transpariencia y eficiencia. Recordando que la federación en una unión indivisible, de los ciudadanos, en una estructura mayor, con una única soberanía. No una confederación, que es de los territorios, donde existen diversas soberanías, libres de decidir su propio camino, y, por tanto, cercanas a la tentación egoísta.
La libertad, junto a la solidaridad, es el otro gran principio. Sin ella, no vale nada lo demás, no puede haber un mundo sin libertad. La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás, como bien recoge la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa. Libertad para pensar, libertad para opinar, libertad para expresarse, libertad para actuar y libertad para decidir. Sin ello, la vida está vacía de contenido. Nadie, ni persona, constitución, territorio o tradición, puede arrebatar estos principios.
¿Qué se pretende con todo esto? Mejorar el Estado, proteger la libertad, asegurar el progreso. Y, sobre todo, recuperar para la ciudadanía la cosa pública, darle representantes y servidores conscientes de sus derechos y responsabilidades. La res pública tiene que ser eficiente, para que la sociedad sea eficiente, democrática, y libre de poder alcanzar la felicidad y el bienestar.
1 comentario:
los parlamentarios nacionalistas votaron abstención o a favor simplemente por miedo a quedarse en un limbo juridico y político y por lo que habia detras, osea se, los militares y el nacionalismo español imperialista. asi que no fue todo un camino de rosas.
oier garmendia
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