El domingo los andaluces y los asturianos están llamados a renovar sus respectivos parlamentos autonómicos. Estas dos elecciones autonómicas, tras las generales del 20-N, suponen una primera valoración de parte de la ciudadanía española bajo la hégida de un gobierno conservador embarcado en una contrarreforma sistemática del Estado de bienestar, auspiciado por los vientos neoliberales que circulan por la mayoría de gobiernos europeos.
Los andaluces acuden a una convocatoria ordinaria, marcada por el desgaste del PSOE andaluz tras treinta años de gobierno, al que se une el desgaste que sufre el PSOE nacional por su parte de la gestión de la situación económica y laboral. A todo ello se une también los escándalos de corrupción de los ERE, mina de oro para la prensa conservadora -que los ha destacado incluso por encima de otros de otras afinidades políticas, como el Gürtel o el caso Palma Arena-, unida ante la muy cercana posibilidad de acabar con la hegemonía del PSOE en Andalucía.
En democracia, los excesos nunca son buenos. En Suecia, los socialdemócratas han gobernado en la mayoría de los últimos setenta años, sin perjuicio de su excelente salud democrática, y han perdido el poder cuando no han sabido responder correctamente a los problemas de la ciudadanía, y se mantienen en la oposición por no saber ofrecer una alternativa atractiva. En España, ojalá hubiera funcionado algo parecido de este modo. Con frecuencia, en España los gobiernos prolongados de un solo partido han ido unidos a un impresionante despliegue de corrupción, clientelismo y despilfarro. Independientemente de qué partidos sean. Ha ocurrido en Cataluña, ocurre en Valencia y ocurre también en Andalucía. En este sentido, es cierto que el PSOE andaluz ha generado unas prácticas nada sanas para una democracia seria, inexcusables y penosas. Por cierto que parece que existen dos tipos de corrupción que son castigadas de forma distinta por la ciudadanía: una más visible, que es el robo de dinero público; otra más comprensible, que es el tráfico de influencias, aunque también haya malversación de fondos públicos. También temo que distintas partes de nuestra sociedad se enfrentan a la corrupción de distinta forma: los más progresistas tienden a castigar sin compasión a su partido de referencia, y es bueno que así sea; pero los de tendencia conservadora tienden a comprender y premiar a los suyos, y esto sí que es alarmante. No olvidemos que la política refleja la sociedad donde se desarrolla. A lo mejor hay que debatir seriamente sobre la calidad de nuestra sociedad.
Pese a la clara afinidad ideológica, las prácticas del PSOE andaluz no hacen sino apenarme por la situación, porque actos así merecen el castigo ciudadano, que seguramente tendrá, pero que la perspectiva de la oposición mayoritaria como minoritaria no hace sino agravar. Porque el recambio democrático, con mayoría absoluta o sin ella, no va a suponer sino un quítate tú para ponerme yo, o peor, un nuevo puntal para el neoconservadurismo que nos gobierna para seguir desmantelando sin compasión ni oposición el Estado de bienestar. Y aún mucho peor, que es la gran concentración de poder nacional, autonómico y local que goza y va a seguir gozando el Partido Popular, con los peligros que entraña siempre toda concentración del poder en manos de un solo partido. No puedo sino desear la victoria de la izquierda que representa el PSOE, pero un PSOE renovado, limpio y reconciliado con los ciudadanos. Si eso no puede ser ahora, quizás unos años de oposición no le vengan mal. La desgracia para los andaluces será eso, que ellos mismos pueden acabar con una mala situación para empezar otra peor. ¡Ah, si un pacto con IU resolviera la situación! Imposible cuando están embarcados en una lucha sistemática por la desunión de la izquierda y elevan a práctica política una inquina contra los socialistas que tiene mucho de los males unidos al sentimiento de inferioridad. Ninguna solución ni postura es fácil, y esta no se escapa a esa lógica: se me hace difícil pensar que el domingo los andaluces resuelvan realmente sus problemas.
En Asturias, las condiciones son distintas. En primer lugar, estas elecciones son una repetición de las del año pasado, una demostración del fracaso de mayo de 2011, que acaban repentinamente con la legislatura pero van a dar paso a una legislatura breve, hasta mayo de 2015. El nuevo gobierno que salga de las urnas, si es estable, tendrá menos tiempo para arreglar la situación económica que vive el Principado. Los asturianos coinciden, en gran mayoría, en atribuir la responsabilidad del desgobierno al Foro de Álvarez-Cascos y al PP, que pese a contar con mayoría de las derechas en el parlamento autonómico, sus rencillas les han impedido llegar a acuerdos estables, como sería lo lógico dadas sus grandes coincidencias ideológicas. Las diferencias son personales; el PP no perdona a Cascos su fuga para colmar su ambición por presidir Asturias y Cascos ha demostrado que no sabe el funcionamiento de un sistema parlamentario: si no tienes mayoría hay que llegar a pactos. Él no ha sabido llegar a pactos, pues él demuestra que no sabe gobernar en nuestro sistema democrático.
Ante el desgobierno de la derecha, se debería abrir una esperanza para la izquierda, expulsada del poder en mayo de 2011. En Asturias, PSOE e IU sí han gobernado juntos y la estabilidad, más o menos, ha funcionado. Por ello, estas nuevas elecciones serían idóneas para iniciar la recuperación de los socialistas que, si no ganaran en Asturias y Andalucía, se verían fuera de todos los gobiernos autonómicos, menos Euskadi, y en Canarias y Navarra, donde participan como socios menores. Asturias necesita ser una nueva Covadonga donde los socialistas tuvieran su referencia para recuperarse en la oposición a nivel nacional y en el resto de autonomías y frenar la dañina concentración de poder en manos de la derecha.
A diferencia de Andalucía, donde se tiene más presente la necesidad de cambio político, el freno a la corrupción última de los ERE y la situación económica, en Asturias la economía ha pasado a segundo plano, en beneficio de la búsqueda de la estabilidad. El CIS parecía dar un poco de esperanza a los socialistas, en tanto que ellos no son vistos como culpables del bloqueo político que ha sufrido la región en 2011 y generan más simpatía que los partidos de la derecha asturiana. Lo paradójico es que unas elecciones donde prima la búsqueda de la estabilidad puedan dar lugar, si las encuestas se acercan al resultado que conoceremos el domingo, a una asamblea con más fragmentación política. Los socialistas volverían a ganar por votos, y ahora por escaños, las nuevas elecciones, pero PP y Foro podrían tener mayoría absoluta o acercarse más a ella que los partidos de izquierda. Si UPyD consigue entrar en la asamblea tendría la llave del gobierno, pudiendo optar entre un bloque Foro-PP, si llegasen a un acuerdo, o a una alianza PSOE-IU, si estos también acercan posturas. En cualquier caso, las elecciones serán muy reñidas y habrá muchas esperanzas en juego. Personalmente, no me gustan las posturas de UPyD como tampoco las de IU, renuentes a entrar en gobiernos. IU por una inmediata estrategia de desgastar todo lo posible a los socialistas, aun provocando la entrega del poder a la derecha. UPyD por su hipócrita crítica hacia el comportamiento de los partidos nacionalistas como partidos bisagra, cuando lo que quiere hacer en Andalucía y Asturias es exactamente lo mismo: condicionar gobiernos sin mojarse en la gestión del poder. Si no hay mayorías absolutas, el poder debe compartirse todo lo posible, con mayorías estables y con la implicación de todos los partidos que sostengan dichas mayorías.
Si el PSOE puede gobernar en Andalucía o Asturias, y no tiene mayoría absoluta, debe hacer todo lo posible por integrar a otros partidos en el ejercicio de gobierno. En Andalucía, por supuesto, debería hacer todos los esfuerzos posibles por renovarse y purificarse. En Asturias, IU ve la posibilidad de que la izquierda acaricie la vuelta al poder y, en ocasiones, habla de la posibilidad de entrar en el gobierno. La política no debería ser, o no es solo, una lucha por el poder, sino por saber negociarlo y compartirlo. Quizás la sociedad española no esté muy sana democráticamente, pero los partidos y sus líderes, si tienen sentido de Estado, deberían tener en cuenta que ellos deben dar ejemplo.
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