Los modelos que
se han venido planteando –del ejecutivo del Frente Popular como antecedente de
la Guerra Civil-, hasta ahora, son dos. El primero nos habla de desgobierno y
de caos. El segundo implica directamente al gobierno republicano en el
acometimiento de los crímenes violentos que tuvieron lugar, de forma
deslocalizada, durante la primavera de 1936. Lo más curioso es que recordamos
este breve período de nuestra historia como si quienes lo protagonizaron
hubieran gobernado, en ese momento, poniendo el horizonte en la misma fecha en
que hoy lo hacemos nosotros. Sin embargo, aquella joven democracia ya había
resistido a toda suerte de atentados, y son numerosos los indicios de que los
partidos que compusieron el Frente Popular, tras alcanzar la victoria, querían
desarrollar un programa que devolviera la estabilidad a la República.
Cuestiones
como la precipitación de la amnistía o el giro a la izquierda en el discurso
del gobierno pasaron a la Historia como provocaciones hacia el motín, y así se nos
han querido contar tantas veces los acontecimientos. Nada más lejos de la
realidad, aunque sí hubiera un cierto error trágico en la creación de un pacto
del que cada uno de los electorados esperaba algo muy diferente. La Segunda
República es, a la vez, un periodo protagonizado por las ensoñaciones colectivas,
por discursos globales y explicaciones del mundo donde todavía todo era
posible, donde las masas se arrojaban decididas a la consumación de un ideal,
sin dejar de ser una parcela de nuestra Historia custodiada por los nombres
propios. No solo en los estudios posteriores, sino ya en aquel momento, abundan
los ismos que derivan de los nombres
de los grandes personajes, hasta que las definiciones de las ideologías que
convivieron en la República se ven traducidas en un sinfín de sinónimos
imperfectos que nunca nos hablan de pensamientos concretos. [1]
Hay prietismo, hay caballerismo, araquistainismo. A veces parece que una
justificación de la Guerra Civil dependería solo de comprobar si Dolores
Ibárruri pronunció o no aquello de “este hombre ha hablado hoy por última vez”.
Los
mitos de que el final de la República llegó desde su propio gobierno atienden,
como apunta el caso anterior, a discursos célebres, a desencuentros fortuitos;
en definitiva, al anecdotario. Es cierto que Francisco Largo Caballero hacía
llamamientos a la revolución en sus mítines, como sabemos que fue un escolta de
Indalecio Prieto quien asesinó a José Calvo Sotelo. A ello remiten las
tentativas de disculpar el posterior golpe de Estado, sostenidas siempre sobre
sucesos aleatorios que nada tienen que ver con la hoja de ruta de la legalidad
republicana. [2] Llegados
aquí, podemos elegir entre trazar una línea de antagonismo entre unos y otros o,
como Paul Preston, hablar de las tres Españas –la reformista, la conservadora y
la revolucionaria-. Tanto en un caso como otro, deteniéndonos en el discurso y las
propuestas del Frente Popular, podemos exculpar al gobierno democrático de
participar activamente en lo que, con el paso del tiempo, hemos discutido como los
primeros pasos hacia la guerra de desgaste que asoló España.
El
Frente Popular, como en el caso francés, había sido una iniciativa comunista
que había delegado el liderazgo, voluntariamente, a las opciones más moderadas.
Así conseguirían acercarse a la sociedad y trabajar, desde allí, contra el
fascismo; este apunte es fundamental para entender la naturaleza controvertida
del pacto. Los mitos que dicen que España caminaba hacia un régimen de tipo
soviético –y que este movimiento era alentado desde las instituciones
republicanas con ayuda de Stalin- parecen olvidar que la Unión Soviética no
estaba interesada en una España comunista, que el Komintern pidió una y otra vez
a los líderes del Frente Popular que renunciaran a la revolución, y que la
única alianza que el gobierno soviético pretendía mantener con la República era
diplomática. [3]
El
programa electoral del Frente Popular poco tenía de comunista; de hecho, los
vetos de los partidos republicanos a las aspiraciones más radicales de la
izquierda figuraban explícitamente en el texto. Encontramos, en el programa,
una gran cohesión de los partidos republicanos, que no cedieron a algunas de
las peticiones que los comunistas y socialistas consideraban fundamentales; en
especial la cuestión agraria. “Los republicanos no aceptan el principio de la
nacionalización de la tierra y su entrega a los campesinos, solicitado por los
delegados del Partido Socialista.” “No aceptan los partidos republicanos las
medidas de nacionalización de la Banca propuestas por los partidos obreros.” [4]
Así, los republicanos de Azaña parecen contar con la última palabra sobre las
aspiraciones de los partidos de izquierdas. Reflejar esta pluralidad explícitamente
en el discurso contribuyó a movilizar a un electorado heterogéneo, sin desistir
nunca de la idea de que el pacto estaba tutelado por los partidos de izquierda
moderada.
El
texto habla de restablecer el orden, respetar profundamente la Constitución
legal de 1931 y trabajar por la separación de poderes para despolitizar la
administración. La redacción del programa parte desde un claro soporte
ideológico, pero una idea permanece a lo largo del texto: la República y la
democracia son lo primero. Los llamamientos a la revolución, cuyo eco perseguía
todavía a las fuerzas de la izquierda, se silencian en el programa con un
reiterado respeto a la transparencia y a la legalidad.
La banca no se nacionalizaría, en
contraste con lo que había sido uno de los puntos irrenunciables del discurso
comunista, y no habría una revolución agraria, sino una timidísima reforma;
asimismo, los obreros no tomarían el control de las empresas privadas. El
programa del Frente Popular supo llevar las aspiraciones más rebeldes al
reformismo, planteando propuestas socialdemócratas, que no pusieran en peligro
la estabilidad de la República. El discurso se alinea a la izquierda, en
simpatía con las clases desfavorecidas, sin desistir de los principios que
movieron a la República democrática y social que ya se intentó en 1931. “La
política republicana tiene el deber de elevar las condiciones morales y
materiales de los trabajadores hasta el límite máximo que permita el interés
general de la producción, sin reparar, fuera de este tope, en cuantos
sacrificios hayan de imponerse a todos los privilegios sociales y económicos”. [5]
La
amnistía a los presos políticos del bienio derechista ocupa un lugar importante
en el discurso, de la misma manera que el gobierno de Lerroux había excarcelado
a los militares que habían tomado parte en la Sanjurjada de 1932; de hecho, era
el primer punto del texto con que la coalición republicana de izquierdas se
presentaba a las elecciones. La relevancia que el programa concedía a la
amnistía parecía confirmar la complicidad de la izquierda reformista hacia los
grupos revolucionarios, hasta el punto de poner en peligro la credibilidad de
los cantos a la legalidad que aparecen en el texto. Motines que se habían
realizado de forma violenta y contra la propia República se disculpaban como políticos o sociales, algo que los republicanos de Azaña compartían, al menos
sobre el papel, con fuerzas más radicales.
¿Por
qué era tan importante la amnistía? Para algunos historiadores, como Concepció
Sonadellas, ésta era la piedra de toque por la que la coalición recibió el
apoyo de la izquierda revolucionaria. El PCE ya había recibido órdenes desde el
Komintern para formar parte del Frente Popular, que en Francia había dado
buenos resultados, y que se estaba preparando también en Gran Bretaña; [6]
la cartelería con la que los comunistas pidieron el voto para la coalición de
izquierdas apenas hacía más reclamos electorales que la esperada amnistía. El
POUM, contrario al estalinismo, y la CNT, partidaria de la acción desde las bases,
tal y como mencionaron en la prensa, solo esperaban del Frente Popular la
liberación de los presos de 1934. Largo Caballero había cedido su apoyo a los
republicanos de Azaña, siempre sin entrar en el Ejecutivo, prolongando una vez
más la ambigüedad de su discurso. “Nuestro deseo es fortalecerlo [el gobierno
del Frente Popular] y con la colaboración en el poder se debilitaría. Los
trabajadores protestarían al no verse fielmente interpretados.” [7]
Ante los ojos de la opinión pública, no hubo pacto más allá de la victoria
electoral; los partidos y sindicatos de la izquierda radical reiteraron que con
su participación no conformaban un programa de gobierno a largo plazo. De
hecho, tanto antes como después de las elecciones, explicaron a través de los
medios su descontento con la coalición a la que habían contribuido con su
firma. Los grupos obreros se debatían entre su voluntad de derrotar a la
derecha y mantener un discurso fiel a su electorado; esta fue la tensión
fundamental del gobierno del Frente Popular, y el motivo por el cual las bases
de los partidos y sindicatos que habían participado en él se enzarzarían en una
guerra discursiva e ideológica en cuanto la victoria hubiera llegado.
Al
día siguiente de las elecciones generales, el gobierno saliente decretó el
Estado de alarma, para dejar abierta la posibilidad de no entregar el poder a
Azaña. La excepción había sido una constante durante el bienio anterior, pero
el cambio en el gobierno, a pesar de la ambigüedad del programa electoral del
Frente Popular, parecía predecir la
violencia que se iba a levantar una y otra vez, en el campo y en las ciudades,
contra el orden establecido.
Los
escrúpulos por parte de algunos cargos públicos hacia los procedimientos
legales, desde luego, no duraron mucho. Menos de una semana después de las
elecciones, y antes de que se constituyeran las nuevas Cortes, la comisión
permanente del Congreso de los Diputados decretó la amnistía para los presos
políticos. En una entrevista, Dolores Ibárruri contó que esos días había
recorrido los centros penitenciarios de Madrid enseñando su credencial de
diputada para exigir la liberación de los presos políticos. El entusiasmo por
llevar a cabo la amnistía –durante la campaña electoral se hacía burla del
Frente Popular, diciendo que era lo único en lo que consistía su programa- no
era desde luego un punto de partida en la historia de revanchismo político que
caracterizó a la República, pero sí vendría a poner de manifiesto que los
principales partidos políticos mantenían un pie fuera de la legalidad; que
estábamos todavía en una España en la que los crímenes propios siempre
encontrarían justificación, y en la que solo el enemigo debía responder de la
ley.
Sin
embargo, si aceptamos la diferencia entre la estrategia de los grupos obreros a
nivel orgánico y la responsabilidad que confería la participación en el ejecutivo
¿por qué se vincula al gobierno legal del Frente Popular con los episodios de
violencia ocurridos entre febrero y junio de 1936? El discurso de algunos de
los partidos que habían formado parte del pacto electoral, es cierto, incitaban
a la violencia, pero pretender que esos levantamientos respondieran a órdenes
del gobierno acabaría con el carácter ideológico de unas revueltas que
atacaban, precisamente, el poder establecido. [8]
Parece que hay una confusión intencionada con la que, al contar la realidad de
la época, los miembros del Ejecutivo se ven implicados en conflictos que
tuvieron lugar en la calle; que tantas veces fueron arbitrarios, resultado de
provocaciones puntuales.
Son
muchas las causas de la violencia durante el gobierno del Frente Popular, pero
una de ellas, muy desatendida –quizá porque no vemos más allá del espejismo de
las dos Españas- fue la frustración de un pueblo sin recursos, dispuesto a
todo, para el que la ideología no era el juego que es ahora para nosotros, que
vivía las consecuencias de la política en primera persona más de lo que hoy
podemos imaginar, y para el que aplazar aquel prometido mañana era prolongar,
una vez más, un hambre feroz; una España campesina que, ante el descontento,
atacaría por igual a los partidarios de un gobierno conservador como al Estado
reformista. Por ello, Manuel Azaña no tardaría demasiado tiempo en retirar toda
ambigüedad de su discurso. Si el programa electoral del Frente Popular se
alineaba a la izquierda siempre dentro de un marco legal, y explicitando las
renuncias que realizaban los partidos republicanos, el 3 de abril de 1936, en
la primera sesión ordinaria de las Cortes, las prioridades del gobierno habían
cambiado. “Sí, es cierto, vamos a lastimar intereses cuya legitimidad histórica
no voy a poner en cuestión, pero que constituyen la parte principal del
desequilibrio que padece la sociedad española […] Venimos a romper toda
concentración abusiva de riqueza donde quiera que esté.” [9]
Azaña nunca habló de romper el marco constitucional, pero mantener unido el
Frente Popular, y lo más difícil, conseguir que las bases de los partidos y
sindicatos confiaran en la legalidad, exigía de él un giro a la izquierda, aunque
fuera sólo retórico. La precipitación de la reforma agraria –no tal y como la
habían pedido los socialistas, pero sí con fines similares- se estaba llevando
a cabo también para aliviar las desigualdades que, en el discurso republicano y
de izquierdas, eran el motivo principal de la violencia. Algunos de los peores
episodios, como el de Yeste –pero unos cuantos más- habían sido provocados por campesinos
que habían dejado de esperar a la materialización legal de la reforma, ocupando
las tierras por sí mismos.
Es
conveniente recordar que el fervor del cambio en el gobierno vino acompañado,
desde el día siguiente a las elecciones, de disturbios en las cárceles, quemas
de iglesias y capillas y asaltos a las dependencias de los partidos de
derechas. Milicianos de partidos del Frente Popular habían tomado aquella
victoria por su cuenta, como si el triunfo electoral del bloque de izquierdas
les diera una imaginada impunidad. Parecía inaugurado un período de violencia
ideológica, pero deslocalizada y espontánea, [10]
que el gobierno intentó combatir, tanto desde el acercamiento desde el
discurso, como por la acción de la policía. Las tentativas coactivas del ejecutivo
para evitar conflictos que habían sido provocados, tantas veces, por militantes
de los partidos de la coalición, hacían crecer la brecha entre el gobierno y las
bases de los grupos que lo habían apoyado; menguaba asimismo el afecto de los partisanos
hacia el poder establecido legalmente, aunque fuera de su propio signo. El
gobierno del Frente Popular parecía incapaz de satisfacer las demandas de dos
Españas que, desde un principio, habían renunciado al encuentro.
La
lectura habitual de la radicalización de la izquierda durante la primavera de
1936 parece querer intuir una relación de causa y efecto entre el discurso cada
vez más contundente de los dirigentes de los grandes partidos y las tentativas
revolucionarias de los campesinos y trabajadores, esto es, que los primeros
hubieran provocado los segundos. Hay quien sienta los precedentes de la guerra
en la Revolución de Asturias, [11]
culpando principalmente a los líderes del socialismo –y muy especialmente a
Largo Caballero- del giro que mancharía de sangre a la política española. No
obstante, sabemos que las conspiraciones contra la República comenzaron ya en
1931.
La violencia no empezó desde los atriles de la
Carrera de San Jerónimo, sino que las beligerantes palabras de los líderes de
la España reformista respondían a exigencias que ya se encontraban en la calle.
El contraste en el discurso –que en la política actual contemplamos sin ninguna
extrañeza, y no deja de resultarnos inofensivo- era intencionado, y pretendía reiteradamente
encauzar hacia la legalidad aquellos fervores que excedían los límites de la
democracia parlamentaria. [12]
El PSOE procuró mantener ilusionado al mayor espectro de la izquierda que le
fuera posible; renunciar a ello habría servido solo para precipitar aún más las
provocaciones que la derecha requería para su anunciadísimo golpe.
El Frente Popular se había presentado,
como hemos visto, como un pacto electoral creado en torno a la amnistía. Los
republicanos de izquierdas tutelaron la coalición con un programa que quizá, de
haber tenido una oportunidad, hubiera acabado con algunos de los principales
los problemas de la clase trabajadora, y así aliviado la tensión política; en
la historia contemporánea no ha habido guerras civiles en países con una clase
media desarrollada. El imprevisto giro a la izquierda de Manuel Azaña buscó
mantener los apoyos de un Frente Popular compuesto por partidos que, aún
defendiendo al gobierno, no podían dar de lado a su electorado. Seguiría
habiendo una distancia enorme entre los discursos de la izquierda republicana y
la revolucionaria, pero los desencuentros entre unos grupos y otros apenas
salieron alguna vez del juego de la retórica. Al contrario; las grandes
diferencias no se encontraban entre unos partidos y otros, sino entre los
dirigentes de estos y quienes les habían votado. Sabemos que el Frente Popular,
a pesar de estar liderado por la izquierda reformista, había sido en realidad una
iniciativa del PCE. Colocar la cuestión de la amnistía como único reclamo y
presentar aquella alianza como un pacto impreciso solo fue una estrategia más
para llevar a la victoria electoral a una coalición que, desde luego, los
dirigentes comunistas no pensaban traicionar.
Los discursos grandilocuentes y
arrojados a la izquierda que realizaron los protagonistas de la República no
tuvieron la culpa de lo ocurrido; en todo caso, fueron las limitaciones del marco
las que alejaron al pueblo de la política parlamentaria. La experiencia de 1931
había engendrado rencor en la derecha e insatisfacción en las clases explotadas.
Quizá el Frente Popular, en 1936, llegara tarde para resolver desde la
legalidad el conflicto fundamental que existía en España y la retórica, a pesar
de estar llena de promesas de un mañana mejor, fuera ya insuficiente para
calmar una impaciencia generalizada.
FRANCISCO DE ASÍS PASTOR PÉREZ
(blog: Cafeteoría)
[1]
PRESTON, Paul. Las tres Españas del 36. Debolsillo. Madrid, 2003.
[2]
PONS
PRADES, Eduardo. Realidades de la guerra civil. Esfera. Madrid, 2005.
[3]
SONADELLAS, Concepció. Clase obrera y
revolución social en España. Zero. Madrid, 1977.
[4]
Extraído del programa electoral del Frente Popular para las elecciones de 1936,
en ARRARÁS, Joaquín. Historia de la Segunda República Española.
Nacional. Madrid, 1968.
[5]
Extracto del programa electoral del Frente Popular, de la misma fuente
bibliográfica que la cita anterior.
[6] Idea extraída de PRESTON, Paul. The Coming of the Spanish Civil War. Reform, Reaction and Revolution in
The Second Republic.
Routledge. Londres, 1994.
[7]
SONADELLAS, Concepció. Clase obrera y
revolución social en España. Zero. Madrid, 1977.
[8]
PAYNE, Stanley G. La revolución española.
Argós. Barcelona, 1977.
[9]
Citado en PAYNE, Stanley G. El colapso de
la República. Esfera. Madrid, 2005.
[10]
Idea extraída de GONZÁLEZ, Eduardo. La
necro-lógica de la violencia sociopolítica en la primavera de 1936.
Universidad Carlos III de Madrid, 2010.
[11]
Ésta es la hipótesis principal de 1934:
Comienza la guerra civil de Pío Moa.
[12]
Paul Preston defiende que Largo Caballero no tenía, en realidad, ninguna
intención de desmontar la democracia parlamentaria de la República.
1 comentario:
Me interesa conocer sobre la historia de distintos países y por eso trato de averiguar mucho y leer libros o distinta paginas de internet. Cuando tengo la posibilidad de obtener vuelos baratos lan trato de llegar a diversos países y disfrutar de su historia desde adentro
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