La violenta erupción del volcán islandés Eyjafjalla, poniendo en jaque el espacio aéreo de la mayoría de países europeos, revela muchas cosas. En primer lugar, asesta un golpe a la creencia de que el ser humano no se halla condicionado por los límites de la naturaleza. En segundo lugar, revela la carencia de alternativas serias en los transportes europeos.
Buscando siempre la mayor rapidez en los transportes, el aéreo es un buen medio de transporte. La seguridad se lleva con gran celo, los precios son cada vez más asequibles y permite cubrir grandes distancias. El problema radica cuando este sistema se sobredimensiona frente a otros. Los otros dos sistemas de transporte alternativos son el ferrocarril y la carretera. Está claro que el ferrocarril gana en las medias distancias, y mucho más la carretera para desplazamientos masivos como las vacaciones, por ejemplo, a la costa.
En España se ha potenciado el transporte ferroviario de cercanías de las grandes ciudades y la alta velocidad, pero no así el transporte regional. El AVE siempre registra muchos desplazamientos, pese a que sus precios sean elevados; en el Cercanías es habitual encontrar trenes que no dan abasto en las horas punta. En los regionales, de precios bastante asequibles y horarios razonables, no ocurre lo mismo. Su red deja mucho que desear en muchas regiones y su frecuencia también.
No hay, Pirineos para abajo, una red integral de ferrocarriles europeos. Francia, Reino Unido, el Benelux y Alemania tienen una red extensa y bien interrelacionada. La conexión de Madrid con Lisboa se retrasa, y de Madrid con Francia ocurre lo mismo. Sin olvidar una red regional, las líneas de alta velocidad integral, no sólo viajeros sino también mercancías, entre grandes ciudades y centros industriales, deben ser un asunto de vital importancia para el desarrollo económico europeo. A lo mejor un día conseguimos ir de Lisboa a Londres en el mismo tren. Que son muchas horas, sí. Pero hay que tener alternativas. El volcán islandés nos lo recuerda.
La liberalización de la red ferroviaria impuesta por la Unión, con la privatización y el despedazamiento de las grandes compañías públicas europeas (British Rail, SNCF, DB, RENFE, FS, etcétera) no va en ese camino de integración, sino en el reparto de un pastel, eliminando los retazos deficitarios. Desgraciadamente, la lógica de la empresa privada aquí no va a acompañada de la máxima calidad y seguridad del servicio, como tampoco de la atención de regiones más despobladas y deprimidas. Baste ver la larga lista de incidentes de los ferrocarriles británicos.
Menos por el Eurotúnel, la comunicación ferroviaria entre islas es, obviamente, inexistente. El tráfico marítimo se ciñe a cargueros, petroleros, ferrys y cruceros. Tampoco puede responder al problema actual. No hay suficientes ferrys para comunicar las Islas Británicas entre sí ni con el continente y atender a la demanda que dejan los vuelos cancelados. Gran Bretaña ha tenido que recurrir a la Royal Navy. Los antiguos paquebotes, hoy destinados a cruceros vacacionales, no han sido tenidos en cuenta para atender a esa demanda excepcional como lo que un día fueron, viejos transatlánticos. La búsqueda de la rapidez ha ido dejando encalladas las alternativas.
La erupción supone una grave catástrofe para Europa, dicen algunos. Retrasará la recuperación económica, dicen otros. Catástrofe es Haití, catástrofe es el terremoto en Chile o en China. Esto es un contratiempo. Sólo la naturaleza, Dios quizá para quien crea en él, se encarga de recordarnos cuál es nuestro sitio, y adaptarnos a él. Somos muy victimistas cuando nuestra tranquilidad y bienestar se ve entorpecido por alguna circunstancia.
Pero no deja de ser una nueva revelación, dentro de la actual crisis del capitalismo, de la hipocresía de las grandes empresas. Las aerolíneas deben hacer frente a ingentes gastos por indemnizaciones a los usuarios y dejar a los aviones parados en los hangares. Frente a ello reclaman ayuda del Estado, porque “nadie quiere que las aerolíneas quiebren”, decían. Lo mismo ha venido repitiendo estos meses el sector financiero.
Y sí, nadie quiere que quiebren. Nadie quiere dejar a usuarios tirados en ningún aeropuerto como tampoco que quiebren empresas que insuflan el capital, sangre del capitalismo, en el sistema económico. Las consecuencias serían graves para miles de trabajadores y familias, algo que debemos evitar.
Pero es una hipocresía esa doble moral del capitalismo actual. Cuando la economía va viento en popa se exige que el Estado no se entrometa, que se desregularice el mercado laboral, que se bajen los impuestos de sociedades y a grandes rentas. El Estado, en definitiva, molestaba. Cuando nos encontramos en una situación como la que vivimos se apela al Estado intervencionista, al control público que antes aborrecían, que resuelvan sus problemas y de nuevo les dejen libertad cuando la economía se recupere.
El Estado, en esta nueva etapa, ojalá final, del capitalismo, no es ya gendarme o intervencionista. Es el Estado intermitente, el Estado salvador, como si fuera un simple taller de mecánica que repara el coche y luego, de nuevo al asfalto. A lo mejor nos atropella.
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